Me permito en esta ocasión comenzar compartiendo con los lectores una confesión personal, pues creo que puede ser ilustrativa de ciertas percepciones quizá compartidas con más gente. Todavía recuerdo que aún muchos años después de que iniciase mi andadura en la defensa de los animales percibía con verdadero desagrado y profunda incomodidad un área concreta de la explotación animal, por un motivo doble, además: el terrible sufrimiento que genera en las víctimas, de una parte, y la presunción de que resulta inevitable, de otra. Me refiero al uso de animales en experimentación.
Los científicos oficiales se sienten ofendidos cada vez que oyen el término vivisección, pues evoca en sus mentes tiempos tan oscuros como lejanos, de cuando Claude Bernard torturaba perros y gatos en el sótano de su casa de París sin demasiado remilgo y todavía menos metodología. El ambiente debió de acabar siendo tan insoportable (aullidos de dolor bajo el dormitorio marital y continuo trajín de animales, pues entraban estos aterrorizados y salían convertidos en guiñapos sanguinolentos), que hasta su propia mujer e hija se vieron obligadas a abandonar el domicilio familiar. Fundaron al poco un colectivo antiviviseccionista. No me negarán que se trata de una bellísima historia (protagonizada por mujeres, se habrán percatado del detalle). La señora Bernard y sus pequeñas se dejaron llevar por su intuición ética, y acertaron. Porque lo bello es por defecto la cara opuesta de lo feo, y ciertamente horrendo es inducir a la depresión a monos de pocas semanas para [supuestamente] aprender los secretos de la mente humana (¿?), como espantoso es verter sustancias corrosivas en los ojos de conejos para garantizar nuestra seguridad a la hora de ducharnos (¡!), y aterrador resulta fracturar los huesos de perros para aplicar luego los resultados de la investigación en medicina deportiva (¡¿?!).
En un momento dado ―vuelvo a mi experiencia personal― decidí tratar de superar mi natural reticencia, y ello supuso tener que abordar, con la mente abierta y armado de la mayor objetividad posible, tan traumática cuestión. Descubrí de sopetón que la primera gran mentira que uno se encuentra en el camino es que, por lo general, la opinión pública vincula el uso de animales como objetos experimentales con la sagrada preservación de la salud humana, un deseo tan razonable como falsa es la presunción, por reduccionista. En efecto, una parte nada desdeñable de los ensayos se llevan a cabo en campos tan absurdos y perversos (reconozco mi incapacidad para evaluar qué en mayor medida) como el cosmético o el militar. En cuanto al primero, pensemos que no existen leyes que obliguen a las empresas al empleo de animales en su proceso de investigación, lo cual es muy significativo, a tal punto que hoy son muchas las marcas que, bien por criterios éticos, comerciales, o ambos, no recurren a envenenar inocentes para colocar en el mercado sus productos. El segundo campo debería generar honda indignación incluso en quienes no se muestran especialmente considerados con los animales, pues nos ofrece una de las aristas más amargas del alma humana: torturamos y matamos animales inocentes para aprender cómo torturar y matar con mayor eficacia a humanos inocentes. Si acaso hay un «tocar fondo» en nuestra deplorable historia moral, sin duda debe de encontrarse muy cerca de la realidad mencionada. Pensemos que, aunque nos limitásemos a condenar estos exclusivos ámbitos, serían docenas de millones los animales que salvarían sus vidas o se ahorrarían sufrimientos inútiles, y conviene recordar en este punto que para caballos, macacos o cobayas su bienestar es tan importante como pueda serlo para nosotros el nuestro. Este aspecto del dilema se muestra esencial a la hora de abordar la segunda etapa.
Dirán nuestros críticos que lo hasta aquí expuesto no es sino una forma en cierto modo tramposa de abordar el fenómeno global, porque, salvado el doble escollo de lo militar y lo cosmético, ¿qué sucede con los en apariencia «imprescindibles» campos médico y farmacológico? Nos encontramos así con un escenario donde confluyen con absoluta y heladora naturalidad la ética y la ciencia. Veamos.
Si nos adherimos a la primera ―y no veo modo de sortearla desde nuestra calidad de seres racionales―, hemos de recordar la sólida premisa animalista de que todos los sufrimientos son idénticos, en cuanto que indeseables, para la víctima, sea esta humana o animal, tanto da. Así pues, en el hipotético caso de que, en efecto, se obtengan resultados positivos para nuestra salud de quitársela a otros, estaríamos ante una suerte de «trasvase» de bienestar, al que bien podría darse la vuelta sin que el resultado final variase (hablamos de someter a dolorosos experimentos a humanos para obtener resultados con los que aumentar la salud de los animales). ¿Estaríamos dispuestos a ser los usuarios de la mesa de operaciones? Llámenlo cobardía si les place, no me importa ya a estas alturas, pero tengo una familia que alimentar y un montón de proyectos pendientes, con lo que ya les digo desde ahora que no cuenten conmigo para la prueba.
Por lo que al factor científico respecta (sacan pecho aquí los investigadores, en orgullosa pose, entre probetas y complejas fórmulas químicas escritas en la pizarra, sabedores de que se mueven en campo abonado), diremos que supone simplemente un desvarío extrapolar los resultados obtenidos de someter ―en un entorno por completo artificializado― a cerdos o monos a situaciones donde la mayoría de los parámetros que intervienen son inducidos por intereses humanos: nada de verdadera relevancia puede cosecharse de obligar a un mandril a inhalar el humo de cincuenta cigarrillos diarios que no se obtenga de la información regalada por los miles de fumadores conscientes que cada día visitan la consulta de su médico. Y acabamos de aterrizar sin apenas darnos cuenta en uno de los espacios más reveladores del fenómeno, hablamos de que de buena parte de los males que nos acechan no cabe responsabilizar sino a sus protagonistas, nosotros mismos, quienes, a sabiendas de las consecuencias que acarrea consumir sustancias tóxicas, el sedentarismo, el estrés o la polución ambiental, a pesar de todo ello, digo, aceptamos el martirio institucionalizado y letal de inocentes para, en el mejor de los casos, y concediendo a quien proceda un beneficio de la duda que con toda probabilidad no merece, mejorar un poquito las nuestras. ¿Entienden ahora la completa pertinencia del uso, líneas atrás, de un vocablo tan rudo como el de «perverso»?
Como obligado resumen de un campo de reflexión tan complejo y al mismo tiempo tan luminoso, quepa decir que la utilización de animales en experimentación ―eso que algunos siguen denominando erróneamente vivisección― es, como mínimo, un fraude científico. Y, como máximo, una aberración ética.
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