El 8 de marzo de 1908 ocurría un grave suceso en la historia del trabajo y de la lucha sindical. Cerca de 130 trabajadoras de la fábrica Cotton de Nueva York, se declaraban en huelga y ocupaban el lugar donde estaban empleadas. Sus reivindicaciones eran simples y justas: conseguir una jornada laboral de 10 horas, salario igual que el de los hombres y una mejora de las condiciones higiénicas.
El dueño de la empresa ordenó cerrar las puertas, y provocar un incendio, con la intención de que las empleadas desistieran de su actitud. Sin embargo, las llamas se extendieron y no pudieron ser controladas. Las mujeres murieron abrasadas en el interior de la fábrica.
Dos años más tarde, en plena época del funcionamiento de la II Internacional, se convocó en Copenhague una reunión de mujeres socialistas, en la que la revolucionaria alemana, Clara Zetkin, propuso celebrar, el 8 de marzo en recuerdo de la muerte de estas trabajadoras y denominarlo, Día Internacional de la Mujer Trabajadora.
Más adelante se perdería lo que era denominado “Imbecilita sexus”, del senado Consulto Veleyano, que sostenía que las mujeres eran imbéciles por naturaleza, y que por lo tanto debían ser equiparadas a los niños o a los tarados. Erasmo de Rotterdam, en Elogio de la locura escribiría algún que otro párrafo en el que no deja muy bien parada a la figura de la mujer, influido, quizá por esa idea de inferioridad hacia la mujer. Dentro de nuestras fronteras, la gran mayoría de las españolas «sobrantes» decidieron prepararse para trabajar y subsistir sin ser manejadas. Fueron las primeras, mujeres de clase media culta, privadas de recursos materiales, que unían sus salarios a los de sus maridos para contribuir al presupuesto familiar.
Sin embargo, la incorporación real de la mujer al trabajo se realizó, en gran parte, gracias al afán de ésta por mejorar su formación. Entre 1920 y 1936, surgieron las primeras mujeres con cargos importantes como María de Maeztu, Rafaela Ortega, Jimena Menéndez, Pilar Madariaga, Carmen Baroja de Caro, Victoria Kent o Concha Espina. De la misma manera me viene al recuerdo la pintora vanguardista Maruja Mallo, mitad ángel y mitad marisco, como decía de ella Dalí. Una mujer entregadaal arte, guapa, liberada, eterna adolescente de risa sonora y savia goyesca. Su cuadro, en paradero desconocido, La ciclista (1927) es el símbolo de la lucha feminista. De las mujeres modernas y artistas que reclaman su hueco en una sociedad patriarcal. Que tratan de abolir las barreras que las aprisionaban dentro de la esfera preestablecida de lo femenino. La sola imagen de una mujer en bañador montando en bicicleta es el campo de batalla para las mujeres libres. Es la bandera de la vanguardia femenina en la época de la II República.
Poco a poco, con el paso del tiempo, fueron aprobándose leyes a favor de las reivindicaciones de la mujer. No sin mucho esfuerzo y una condenación previa al silencio. Por ejemplo, en abril de 1958 se reformó el Código Civil dando la posibilidad a la mujer de no verse obligada a abandonar el domicilio conyugal, ni perder la custodia de sus hijos tras haber cometido adulterio. No cabe duda de que otra suerte hubiera corrido Madame Bovary en estos tiempos. E incluso mejor aún para Flaubert, el autor del libro, que no habría terminado en la cárcel por incitación al adulterio.
Muchas e injustas han sido las trabas que la mujer ha tenido que superar a lo largo de la historia y muchas son las que todavía le quedan por derribar. Porque a pesar de que la revolución feminista ha producido grandes cambios en el transcurso del siglo XX, las mujeres de hoy día aún necesitan hallar el difícil equilibrio entre el ámbito laboral y doméstico. Y eso sin contar las innumerables mentalidades atávicas aún existentes de actitudes machistas e incluso insultantes.
Como dijo Bob Dylan, los tiempos están cambiando. En el siglo XXI los rostros de mujeres no solo salen a la luz por su belleza o por estar en compañía de un hombre. Ahora, son ellas sus propias protagonistas. Las que han labrado su camino de éxito y esfuerzo. La poeta Ana Blandaria, la canciller Angel Merkel, la poeta uruguaya Ida Vitale, la novelista alemana Herta Müller o la insustituible Elena Poniatowska, son claros ejemplos de ello.
Como dijo la escritora mexicana «la voz de la mujer puede ser muy poderosa incluso la de las mujeres más inesperadas, voces dulces, cuerpos pequeños que se atreven con todo a pesar de condiciones muy adversas».
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