Pienso, y esto no deja de ser una opinión exclusivamente personal, que la literatura debe estar escrita siempre desde el foco de la ilusión y la esperanza. Son los esenciales avituallamientos para la creatividad.
No digo ya que las novelas deban tener un matiz rosa y de amores platónicos que nos alejan de la realidad. Porque ante todo hay que tener presente el punto de unión entre la ficción y la realidad.
La idea de una Inglaterra menesterosa ante los ojos de Dickens, de una Irlanda en las vivencias asfixiantes del credo católico en Frank McCourt, las míseras calles de una Francia descrita por Balzac, e incluso la desesperación de Kafka en sus libros y relatos; tienen siempre una vía de escape. En todos ellos hay un pequeño rayo de ilusión y de esperanza.
La buena literatura nace de la miseria y de la desesperanza siempre en busca de un camino de ilusión, como un espejismo que está siempre presente o una quimera de querer cambiar las cosas porque es posible. Y para que eso ocurra, para que el escritor transmita esa idea subyacente en el papel debe existir, por pálido que sea, un leve rayo de claridad que rompe la penumbra.
Hay que escribir con alegría. Con esa risa rebelde de Aristófanes o de Chaplin, con la comedia bufonesca de Darío Fo, con una mirada atrevida e irreverente que pierda el miedo al diablo. Hay que buscar ese humor rebelde, insurgente, que desafía las relaciones de dominación y que resquebraja a un mundo autoritario. Tal y como decía Milán Kundera en su novela La broma, «la risa tiene una enorme capacidad de deslegitimar el poder y eso inquieta». Por eso se ha castigado y perseguido siempre a los cómicos que pretendían ridiculizar el poder.
Pero a veces el escritor sucumbe a los arañazos de un dolor incesante que le obliga a doblegarse, a renunciar a esa mirada ácida y crítica, cómica e irreverente, porque su cuerpo se ha envenenado de los ácidos enviados por la muerte. Cierto es que, en ese caso, la literatura deja de ser un pasatiempo, una evasión, y se convierte en una forma, quizá la más completa y profunda, de examinar la condición humana, de examinarse a uno mismo. Los días están contados y ya no valen florituras. Ha llegado el momento de, como decía Dostoievski, adentrarse en las Memorias del subsuelo.
Pero para escribir hay que superar el dolor. El dolor físico. Escribió Rafael Chirbes en sus Diarios que el dolor no te da nada. Puede ser que al principio te ayude a conocer algo más. Comprobar que la caverna humana es aún más oscura de lo que crees, pero luego, a partir de un momento, te quita la piel y te deja desnudo.
El dolor te convierte en una persona sombría. Te enturbia. Te ciega de una nube negra y de un comportamiento poco o nada calculable. Como diría Chirbes, «no son los héroes de las novelas o las películas los que sufren, sino los malvados».
Poe murió agonizante ahogado en alcohol, en un rincón de Baltimore, para vencer su síndrome de abstinencia y al no poder soportar la pérdida de su amada años antes. Circunstancia esta que le evitaba escribir y que sólo la bebida le proporcionaba algún tipo de analgésico. Thomas de Quincey descubrió las maravillas del opio para aplacar ese maldito dolor de neuralgia y gracias a ello escribió uno de sus grandes libros Confesiones de un inglés comedor de opio. Rousseau era erosionado día a día, sin poder dormir durante una treintena de años, a causa de su malformación de pene y la uretra, pero buscó los momentos de atenuación de ese dolor para escribirnos un libro como El Emilio. E incluso, remontándonos a una literatura más contemporánea, se nos aparece la figura de Ernest Hemingway. La viva imagen de un aguerrido reportero y escritor. De alguien que disfrutó de la vida y de las mujeres. Que convirtió a París en una Fiesta, y que siguió bebiendo y desafiando los daños que el alcohol le producían en el hígado. Un tipo de enorme estatura, fuerte y recio como un árbol, que viajó por la contienda de la guerra civil de la mano de Dos Passos, o que estuvo presente en el desembarco de Normandía.
Pero un día, desde su casa en Idaho, se dio cuenta frente al espejo de una triste fotografía. Se contempló de pie, todavía vivo a pesar de una enfermedad, hemocromatosis, que le impedía metabolizar el hierro y que le lleva al progresivo deterioro físico y mental.
El 2 de julio de 1961, después de varios tratamientos infructuosos, de su depresión y su paranoia, al darse cuenta de que el dolor le impedía escribir, de que ese rayo de luz y de esperanza no aparecía por ningún lado, se apoderó de un fusil de dos cañones, puso dos cargas dentro, como si hubiera tenido fuerzas para activar la segunda, y se voló la bóveda craneana.
Fue consciente de que el dolor físico había terminado poco antes con su vida, con la ilusión y la esperanza de poder escribir. El reloj del tiempo y la enfermedad habían detenido su vida. Era el momento de decir adiós, de tomar las riendas, porque como escribió Borges «el tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego».
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