Duele el dolor, aunque duele más la injusticia que le rodea. Es lo que entendí de las palabras de Rosa Mª Sarda en su relato de vida. Una entrevista donde explicaba la realidad social de un pasado en el que perdió a su hermano por la pandemia del sida. Por un momento, recordé aquella facilidad colérica para culpabilizar al resto en clara atribución a un egoísmo psicológico, toda vez, que nos acercábamos a la mayor osadía de nuestro tiempo: la ignorancia.
De repente nos descubrimos trayendo a la contemporaneidad la negación al paciente de su condición de enfermo aumentando su padecimiento más allá de la propia enfermedad, sin apenas esfuerzo en entender la dimensión subjetiva, o lo que es lo mismo, su experiencia cultural y personal de la enfermedad, tan importante o más que el propio estado patológico. El pertrechado simbolismo sociológico de entonces cargó sobre el enfermo toda la responsabilidad con respecto a su suerte (la vida es justa), mientras comenzaba a acomodarse en nuestro día a día algo así como el <tercero invisible> (ni tú ni yo, el otro) Recuerdan?
Ni decir, lo sobrero de locuaces discursos si no es con el único propósito del perdón como reparación obligada a todas y cada una de las personas victimizadas en su dolor. Perdón, por el deleznable aprovechamiento de muchos al volcar prejuicios de identidad, comportamentales o de otra naturaleza como el odio. Perdón, por estigmatizar a la persona más que a la enfermedad. Perdón, por utilizar el miedo como coartada a la ignominia social. Y perdón, por aquellos que debieron hablar y no lo hicieron validando el silencio como verdad.
La política trazó la desigualdad en el plano institucional legitimando la no inclusión del Sida en la vida pública. <Biopolítica errática> y vejatoria en forma de señalamientos, finalmente superada, que no en aquel entonces.
Y ahora, desde la más que anunciada crisis de “valores”, comenzamos a reproducir ciertas conductas de nuestra historia más reciente. Ante la indudable dificultad de encontrar la heterodoxia en la ancianidad y una madurez, por supuesto, de incólume moral; los jóvenes servirán como generadores de noticias mediante hechos innegables a ojos de todo crédulo y que injustamente favorecen un entorno manipulable, válido para otros como contrapeso para enmascarar errores o intereses de mayor enjundia aún a riesgo de condicionar a toda una generación.
Como siempre, cualquier otra cosa sería poner en solfa ciertos valores culturales aprendidos a lo largo del tiempo, y por ende, no serían entendidos ni aceptados por la gran mayoría.
Lo absurdo es sabernos irreverentes, utilizar el olvido a capricho, ocultar lo mundano y a la vez creer que avanzamos. ¿Qué es lo que hace a una sociedad tan imperfecta en su mirada, que no es capaz de reconocer el daño causado? No lo sé, pero lo más probable es que sigamos hacia adelante sin ver nada de lo que arrepentirnos.
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