La vejez no es deseable, pero sí lo es, en cambio, conservar intactas las pasiones y el deseo durante la adultez. Diría incluso que es ésta una de las formas existenciales más elevadas de transcurrir saludablemente lo inexorable. Esto es, obviamente, una conjetura. Una hipótesis necesaria ante la escasa predisposición histórica de pensar filosóficamente la vejez. En líneas generales, siempre terminamos recuperando las posiciones apologéticas (no exentas de precisa brillantez) de Cicerón, el pensamiento luminoso de Beauvoir o las implicaciones heideggerianas frente a la escasa literatura existente, si la comparamos con las exuberantes reflexiones producidas sobre la muerte, la angustia, el Ser, el estar y la juventud, por dar algunos ejemplos.
En general, la vejez es asumida como la etapa de la pérdida o el deterioro de la vigencia vital del cuerpo. Como una suerte de agobio donde el cuerpo aparece por primera vez como un límite infranqueable. Incluso, ante la longevidad creciente no son pocas las veces que decaen el intelecto y hasta las aptitudes morales, como lo señalara el propio Aristóteles, en otra suposición memorable. Hay una idea generalizada que la vejez pude asimilarse a una mera acumulación progresiva de daños en el cuerpo. De un cuerpo juvenil y silente, se evoluciona por el transcurso del tiempo a un cuerpo que comienza a manifestarse, que se expresa. Es un cuerpo que, con la madurez, aparece y que a la vez se desconoce. Que cuesta ser asumido como propio y que comenzamos a habitar notándolo. Que dificulta el ser ahí, el dasein, el salir a tomar contacto con el mundo como lo hace, por definición, una persona joven a la que suponemos, también, saludable. En un mundo donde se advierte un aumento de la población envejecida, el transcurso natural del tiempo asedia como una cuestión difícil de resolver al interior de las contemporáneas tribus y de los propios sujetos maduros. Hay una cara del envejecimiento que es motivo de problematización y negocios. De impedimentos y angustias. De dolores y ensimismamientos. Pero también existe un envejecimiento activo y/o saludable. Envejecer portando un cuerpo que, en principio, no nos limite y violente exageradamente. Esto no significa aspirar a la peregrina y colonial expectativa de mantener un cuerpo inmortal ni tampoco el absurdo de preservar un cuerpo “feet” (*). Significa, por el contrario, alcanzar un cuerpo natural, pero justamente por ello más humano. Pero, además, y de la mano de esa corporeidad saludable, hay una madurez que se sostiene invicta en la medida que los sujetos conserven el deseo y la pasión. Que puedan desarrollar su voluntad, cultivar sus destrezas, estimular su vocación y ponerla en práctica como quizás nunca antes pudieron hacerlo. El capitalismo no es justo, aunque sí completo. Nos aliena mientras conservamos nuestra aptitud productiva. Tiende a arrumbarnos cuando esa condición cede por el paso del tiempo. Pero es en ese entonces cuando justamente resplandece el ser, como decía el maestro de Friburgo. Sobreviene el tiempo donde asumimos las actividades e incluso el pensamiento que nunca pudimos desarrollar, al menos como hubiésemos querido. Esa es una etapa luminosa, un tiempo que permite por primera vez elegir. Encontrarnos con lo que siempre nos movilizó, animarnos a ensayar los pasos que nos acercan a las pasiones alegres. Desplegar las potencialidades aletargadas y arraigarnos en las (nuevas) rutinas que nos movilizan. Contemplar como nunca lo hicimos. Hay múltiples pasiones que nos aguardan a cada paso. Hay nuevas intensidades, una pluralidad de sentimientos inconmensurables nos abrazan. No existen solamente discriminación y desafiliación para con los mayores (aunque ambas estarán siempre presentes, desde luego). El ser y el tiempo juegan a favor de la adultez. El tiempo en un marco de pródiga libertad. Para sentir y para pensar. Para conocer y reconocer. Hasta para insistir y prodigarnos, con nuestras actuales herramientas, en las lucha y en las utopías.
(*) Aurenque, Diana. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=KiNjf84n4DM&t=703s
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