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Envejecer es, sin duda, un verdadero triunfo, puesto que no todos llegan a edades avanzadas y quienes lo hacen, llevan consigo una riqueza de conocimientos y experiencias acumuladas a lo largo de toda su vida. Sin embargo, en la sociedad actual, a menudo los jóvenes tienden a subestimar y en algunos casos, despreciar a los mayores simplemente por su edad.
La vida es una acumulación de años que se van sucediendo uno tras otro y en ese espacio de tiempo experimentaremos una gran diversidad de situaciones que nos valdrán para ir madurando y aprendiendo, muchas de las veces sin querer, pero será más tarde cuando nos podamos dar cuenta de ello.
Hoy en día hablar de las personas mayores es situarnos en una realidad objetiva. Están llamadas a vivir desde ya en plenitud, pero han entrado en la jubilación y tienen menos ocupaciones, se sienten encerradas en sus pequeños mundos personales.
Ayer tuve la oportunidad de conversar con un hombre de ciento cuatro años.Lo conocí a través de las curiosas circunstancias que se rodearon para permitirme gozar de ese par de horas en las que pude disfrutar de su compañía. La cosa surgió de improviso. Estaba en el hogar de mayores del Rincón junto a mi amigo “pies de plata”, buscando una pareja que se quisiera enfrentar a nosotros en una de nuestras “exhibiciones” con el dominó.
Durante gran parte de mi vida me ha costado mucho trabajo aceptar mis errores. Se supone que es por un prurito de egolatría, o por la tendencia natural que tenemos los seres humanos de “mantenella” en vez de “enmedalla”. Gracias a Dios uno va madurando. “A la vejez viruelas”. Y cada vez me cuesta menos trabajo comprender que uno es una máquina de cometer despistes.
Desde tiempos remotos, las personas de mucha edad han sido líderes durante años en distintas disciplinas, tanto en el ámbito familiar, religioso, como social y político. Históricamente, los mayores utilizaban toda su sabiduría y experiencia para indicar a los miembros de la tribu menos experimentados el camino a seguir y, en nuestros días, siguen quedando resquicios de ejemplos donde las personas de mayor edad continúan marcando esos caminos.
Aquellos que podemos hablar con soltura del mundo de mediados del siglo XX, nos encontramos a menudo con “amigos” que te dicen sin recato: ¡Qué bien te encuentras! Tate; estás hecho una birria y eres otra de las victimas del edadismo. Ese tipo de persecución que sufrimos los que no jugamos al tenis a diario y que repetimos un par de veces las mismas cosas.
La vejez no es deseable, pero sí lo es, en cambio, conservar intactas las pasiones y el deseo durante la adultez. Diría incluso que es ésta una de las formas existenciales más elevadas de transcurrir saludablemente lo inexorable. Esto es, obviamente, una conjetura. Una hipótesis necesaria ante la escasa predisposición histórica de pensar filosóficamente la vejez.
Puede que envejecer sea un asunto ineludible e irreversible, pero no necesariamente negativo. Todo tiene sus anversos y reversos. Lo significativo está en que nosotros no acortemos el entusiasmo existencial, crucificándonos a diario y olvidemos vivir, hacer familia y renovarnos.
Por primera vez en mucho tiempo, la pasada semana, mi “segmento” no llegó a las manos de mis lectores. Entre la compañía telefónica, que ha demorado durante siete días el traslado de mi instalación de Internet, y el cambio radical en mi actividad diaria, que ha revolucionado toda mi vida de forma impensable, no pude acudir a mi cita con mi columna de los jueves.
Creí siempre que sería capaz de cualquier cosa que me propusiera y he vivido contento y feliz asumiendo tareas, andando rápido, repartiendo sonrisas y riendo por cualquier motivo, pero no sé cuándo empecé a andar más despacio, aunque no le di demasiada importancia, los peldaños dejé de subirlos de dos en dos… dejé el automóvil con el que fuimos a ¡tantos sitios!
Se comienza por tener problemas para describir con palabras el estadio de la vida en que te encuentras. Se utilizan toda clase de definiciones para “dulcificar” lo que realmente somos, aunque en nuestro profundo yo, pensamos que no hemos llegado a envejecer lo suficiente para recibir ninguno de esos calificativos.
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