No soy especialista en belleza física y mucho menos en la masculina. Sobre la femenina, debo reconocer que -como cualquier varón- aprecio las facciones nobles (y los andares salerosos) con las que el Creador quiso adornar a las mujeres que estaban destinadas a ser: buenas hijas, buenas esposas y buenas madres. Sin embargo suelo fijarme (críticamente ¡claro!) en la otra belleza; esa que emana del alma y se manifiesta, sobre todo, en las acciones y en los sentimientos de las personas que, por su rango, deberían ser modelos de seriedad, buen gusto y decencia en sus actos.
Hoy me he permitido analizar unas cuantas situaciones en las que ha sido protagonista Pedro Sánchez y créanme que ha resultado francamente poco favorecido. Su pretendida guapura física (que él reclama impúdicamente) queda por los suelos cuándo le sale mal alguna cosa, porque su rostro se transforma apretando las mandíbulas de una manera desconcertante. Pero su gran fealdad radica en su miseria moral en todas las situaciones que quiere volver al pasado para anular lo que todos los españoles aprobamos en una mayoría aplastante al comienzo de la democracia. Entonces, se convierte en un monstruo desalmado que haría cualquier cosa; ¡cualquier cosa! para seguir su deriva de romper España a toda costa.
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