Algo ocurre con la salud de las democracias en el mundo. Hasta hace pocas décadas, el prestigio de las democracias establecía límites políticos y éticos y articulaba las formas de convivencia entre estados y entre los propios sujetos. Reglas comunes que adquirían vigencia por imperio de lo consuetudinario y de los grandes edificios jurídicos y filosófico político y que se valoraban positivamente en todo el mundo, al que denominábamos presuntuosamente “libre”.
Cuando un país recuperaba sus formas democráticas había una especie de moderado júbilo que recorría el planeta con la firme convicción de que nada podría existir, en la política y en lo político, por fuera de las formas de la democracia. El “sistema internacional de los Derechos Humanos” se reproducía sin solución de continuidad en las escuelas de occidente. Se había alcanzado tal grado de aceptación respecto de las democracias en sus formas más diversas que bien podría habérselas concebido como un sistema, que duraría para siempre porque era la forma más elevada de la convivencia humana y su monumentalidad estatutaria y teórica eran el punto de partida, el primer escalón de todo ensayo de convivencia civilizada moderna. Sin embargo, en pocos años, el (o los) sistemas democráticos perdieron drásticamente el consenso prioritario adquirido en la mayoría de los países. Un clima perceptible y cercano de cambio de época se multiplicó a borbotones desde que aquellas democracias sociales fueron capturadas por las lógicas posmodernas del Consenso de Washington y en el neoliberalismo totalizante. Las democracias sucumbían frente a su propia incapacidad de articular las especificidades de los nuevos sujetos del capitalismo tardío con sus herramientas raídas que alimentaban una justicia social perdurable y una idea consentida de comunidad. La era, como decía Silvio Rodríguez había “parido un corazón”, sólo que distinto al que imaginamos. Advino el Señorío del lupus hobbesiano, en vez del “hombre nuevo” que debía ser la expresión más alta de las sociedades solidarias. Lo que jamás pensábamos que podría pasar, aconteció. “Nadie, o casi nadie, podía imaginar que el derrumbe (…) ocurriría tan pronto y tan rápido. El momento concreto en que se produjo el final, y la manera en que ocurrió, dejó boquiabierto a todo el mundo” Strada, 1998, p. 13. En estos años se pudo en evidencia una singular paradoja: si bien la caída del sistema era imaginable antes de que comenzara, no sorprendió a nadie cuando comenzó”. La cita no pertenece a Norberto Bobbio ni a ninguno de los teóricos contemporáneos de las democracias liberales. Pertenece, para estupefacción de los lectores, al libro del antropólogo ruso Alexei Yurchak “Todo era para siempre, hasta que dejó de existir”, que da cuenta de cómo vivía, qué creaba y con qué soñaba la última generación soviética antes del derrumbe de un sistema al que pensaban eterno. Se trata de la contracara casi perfecta de un final de época análogo al que enfrentamos en el capitalismo neoliberal y colonial. La Unión Soviética no pudo contra pulsiones de vida que se revelaron fundamentales para los nuevos ciudadanos. Occidente demostró la debilidad de sus democracias para poner fin a una frustración colectiva inmemorial. La política y lo político no solamente se desconectaron de las materialidades y carencias de las grandes mayorías, sino que incluso los convirtieron en sus nuevos enemigos. La desconfianza actual en la democracia, la decepción para con sus instituciones ha producido el advenimiento de un sujeto que asimila la libertad al derecho a renunciar a todo compromiso con el otro y con los otros. Advino, como lo llama Eric Sadin, un individuo tirano. Un individuo desaprensivo que parece querer ponerle fin a toda experiencia común. En el preciso momento histórico en el que los bloques y las naciones recuperan un protagonismo que pone fin a la flaccidez ideológica del globalismo, nace un sujeto que descree férreamente de las democracias y que coloca en vilo la coexistencia en las sociedades que se habían aferrado a ese significante. Las fidelidades políticas y las lealtades partidarias parecen haber sido impactadas por un descreimiento masivo donde las alianzas electorales y sus resultados son pendulares y, en algunos casos, sorprendentes. Estoy escribiendo desde Argentina, pero podría hacerlo emulando las mismas conjeturas sobre Brasil o Estados Unidos, sobre España o Italia, por mencionar sólo algunas de esas naciones. La única particularidad es que en este país austral aparece por primera vez en la historia moderna un gobierno autodenominado anarcocapitalista o libertario que, al cumplir apenas cuatro meses de mandato, ha demostrado que es el clásico neoliberalismo de los ajustes brutales el que tiene en realidad la potencia para llevar a cabo un modelo sin precedentes por su brutalidad. Las referencias recurrentes a los padres fundadores de la anarquía capitalista tienden a parecerse así a una invocación ficticia cuya única connotación distintiva es una aceleración incremental de la pobreza, la desocupación y la recesión, y un deterioro sostenido e inquietante de las formas y las prácticas democráticas.
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