En 2007, cuando José Luis Rodríguez Zapatero finalizaba su primera legislatura, empezó a cuajar en diversos sectores de la sociedad catalana una sensación de cansancio y disgusto. Los problemas crónicos en Cercanías, un aeropuerto que entonces era insuficiente para responder a la proyección de Barcelona, la baja inversión pública por parte del Estado o el acentuado y creciente déficit fiscal acabaron por engendrar lo que se bautizó como el català emprenyat (el catalán enfadado). Ello no fue un obstáculo, ni mucho menos, para que los socialistas cosecharan una contundente victoria en las Generales de 2008 en Cataluña, alcanzando el 45,39% de los votos (la campaña Si tú no vas, ellos vienen, resultó tremendamente efectiva). Pero en la sociedad catalana ya se había implantado un estado de desánimo, que el presidente de la Generalitat de la época, José Montilla, calificó de “desafección”. Poco después, ya en 2010 y en plena crisis, la sentencia del TC que anulaba el Estatut votado en las urnas y en los parlamentos de Barcelona y de Madrid, acabó de colmar el desapego.
El escenario que ha dejado las elecciones catalanas del domingo tiene algunos elementos paralelos con aquél lejano 2007. Cercanías es un desastre acusado, las inversiones del Estado en Cataluña están notablemente por debajo de lo que corresponderían y la financiación continúa siendo terriblemente injusta en proporción con lo que se aporta. Y los catalanes, siguen confiando en los socialistas como primera fuerza, ya no sólo en las generales, sino ahora también en las autonómicas.
Entre 2007 y 2024 han pasado muchas cosas en Cataluña, que han agitado de pleno la política, no sólo catalana, sino de toda España. La apuesta independentista de la década anterior recogió los anhelos y el apoyo de una parte sustancial de la población para cambiar radicalmente el escenario. No lo consiguió, como se sabía de antemano que sucedería, pero lo más relevante es que toda la energía y la fuerza depositada (o perdida, según como se mire) en esa aspiración no se ha traducido en ningún avance o mejora para la población. Ni un simple traspaso competencial o recurso económico.
Cuando los historiadores interpreten y narren este periodo, podrán fijarse en la creación de un movimiento civil sólido y con una alta capacidad de movilización, que llegó a atraer a la mitad de la población. También constatarán la tremenda torpeza por parte del Gobierno de Mariano Rajoy para intentar apagar el fuego con más gasolina, así como la alineación de determinados poderes del Estado (judiciales, económicos, mediáticos) en una persecución que difícilmente encaja en los parámetros de la Europa occidental. Pero también podrán evaluar el pésimo balance que habrán presentado los sucesivos gobiernos independentistas formados entre 2012 y 2024.
Si se echa la mirada atrás a estos doce años, resulta del todo punto imposible encontrar un plan, una acción o una iniciativa que haya resultado determinante para mejorar la vida de los catalanes o lograr un mejor posicionamiento del país. Soñaban con convertir Cataluña en la Dinamarca mediterránea, pero su hoja de servicios se acerca más a la de una Albania occidental. Ninguno de los elementos que en 2007 encendieron al català emprenyat (infraestructuras, inversiones, financiación) ha mejorado bajo las presidencias de Artur Mas, Carles Puigdemont, Quim Torra o Pere Aragonès. Y resultaría simplista culpabilizar exclusivamente de ello a Madrid. Incluso la situación de la lengua catalana ha sufrido un acentuado retroceso.
En estos doce años de gobiernos independentistas –caracterizados por las tensiones internas, que ilustran el carácter autodestructivo del movimiento–, Cataluña ha sufrido el mayor retroceso social, económico y política de su etapa democrática. La Cataluña ejemplar que fue uno de los cuatro motores de Europa, que encabezaba todos los ránkings en desarrollo económico y calidad de vida y que había conseguido –con acertado consenso– cohesionar un país de culturas y procedencias diversas, se ha convertido en un territorio marcado por la inacción y el wokismo y que ha perdido todos los trenes que le han pasado por delante. Toda la energía ha estado depositada en este tiempo en un Procés, que se ha traducido en nada. Y cuando han querido mirar más allá –así lo ha intentado ERC estos últimos tres años–, el resultado ha sido más que pobre, como han reflejado los resultados electorales.
Las elecciones catalanas han sellado el fin del Procés, pero no del independentismo, que continúa siendo una aspiración legítima, por improbable que resulte su ejecución. La pérdida de 900.000 votos entre 2017 y 2024 y la caída de 74 a 63 diputados en estos comicios ilustran un retroceso evidente. Pero, sobre todo, lo que pone de manifiesto es que las prioridades para la mayoría de catalanes son otras, y pasan por una mejor gestión, la recuperación de la confianza en las posibilidades del país y el retorno del prestigio. Si todavía estamos a tiempo.
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