Se advierte muy en boga la referencia a la guerra cultural, bastante relacionada con la propaganda de siempre que, como los viejos rockeros, nunca muere y solo se adapta a las circunstancias; es sabido que adquiere especial relevancia durante los conflictos bélicos, pero también inunda los tiempos de paz, en el marco de la contienda política diaria, ligada a la dinámica del Poder, que puede ser considerado como el principal emisor de propaganda en el pasado y en el presente. No suelen ser de temer los bulos emitidos fuera del ámbito del poder; dan más miedo los emanados del poder mismo. Quien tiene el “imperium” atesora asimismo la capacidad para influir sobre pensamientos, costumbres, vidas y haciendas.
Antonio Gramsci, uno de los fundadores del Partido Comunista italiano, escribió sobre la hegemonía cultural y acuñó la noción de “sentido común dominante”. Según él, “la concepción del mundo de la clase dominante se ha vuelto sentido común”; a partir de esa premisa, dejó escrito que “la conquista del poder cultural es previa a la del poder político y eso se logra mediante la acción concertada de los intelectuales llamados orgánicos infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios”. La komintern o Internacional comunista lo ejecutó con precisión durante el denominado período de entreguerras y, asimismo, en España, el PCE trabajó en esa línea durante el franquismo, en cuya etapa final muchas organizaciones culturales y cátedras universitarias estaban copadas por gentes de ideología marxista. Asimismo, se puede traer a colación el uso directo de la mentira que, cien veces repetida, se convierte en verdad, tal y como afirmó Göbbels, y que puede constituir, siguiendo a Lenin y Trotski, un “arma revolucionaria”. Nada nuevo, pues.
En los últimos tiempos, el llamamiento a la guerra cultural proviene más bien del orbe de la derecha, considerada en sentido amplio, o desde todos aquellos que se resisten a la preponderancia de lo woke y que anidan, sobre todo, en el ámbito digital y de las redes sociales. No obstante, me inclino, frente a esa guerra cultural, por un debate libre, plural y sosegado, porque aquella se asemeja a la guerra de religión, en cuanto que trata de oponer un relato a otro; resultan de ello dogmas cerrados, como es propio de las religiones. En efecto, se observa una creciente preponderancia de los relatos, asimilados en lote completo, y sin matices, frente a las ideas. Si uno asume uno de ellos, acata todo el paquete sin posibilidad de elección. Por tanto, si la postura o pensamiento sobre la cuestión A es la que sea, ello supone una postura o pensamiento determinados, y preestablecidos, sobre las cuestiones B, C, etc., hasta completar todo el abecedario. Se vislumbra cada vez más dicha realidad en los medios de comunicación, en las redes e incluso en la calle. En fin, religión versus religión. Sería, pues, más plausible un regreso al pensamiento racional y fundamentado, si es que predominó de verdad en algún momento, con ideas y posiciones procedentes de los hechos y de los datos y no de apriorismos marcados por la propaganda.
Cada vez en mayor medida, actúan quienes nos gobiernan como propagandistas más que como gestores, lo que va en detrimento de la calidad de sus acciones, marcadas por el postureo ideológico y no por la reflexión o la eficacia. Creo recordar que afirmó Eichmann, durante su juicio, que la mayoría de los miembros del partido nazi (NSDAP) estaban menos preocupados por el día a día que por una labor que consideraban de siglos. Así lo leí, creo, en Hanna Arendt, aunque no estoy seguro, pero, sea como sea, ofrece una muestra de la indiferencia del fanático religioso o del ultra político (tal vez todos lo somos) hacia lo concreto y operativo. En definitiva, frente a la propaganda, mejor raciocinio que producción de otra propaganda alternativa que, nutriendo la guerra cultural, lo hará, no obstante, en detrimento del pensamiento independiente. La mala noticia es que no parece esa la tendencia.
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