Hoy he leído en la prensa local la semblanza de aquellas maravillosas capillas-escuelas, que creó el Obispo Herrera Oria en tiempos de la “oprobiosa”. Aun permanecen algunas abiertas que siguen prestando su servicio en una zona rural. Pertenezco a una familia de maestros. Mi madre y mi tía fueron maestras de aquellas escuelas unitarias de niñas en las que chiquillas de todas las edades recibían una buena dosis de cultura de la buena (con todo lo que esto lleva consigo). Recorrieron pueblos, fondas, casas más o menos adecuadas, viajes en viejos autobuses, etc. Ejercieron su docencia allá de donde les destinaban. En la actualidad tengo tres hijos que ejercen el magisterio. Lo hacen en clases luminosas, bien ventiladas y pertrechadas de todo tipo de instalaciones que facilitan su trabajo. Pero en el fondo, siguen siendo casi la principal fuente formativa para los niños a lo largo de unos años complicados. He pasado por muchos centros de enseñanza; aun sigo vinculado a uno de ellos. La mayoría de los docentes que he tenido en suerte, han dejado alguna huella en mi mente y en mi vida. Pero en el fondo, sigo estando eternamente agradecido a los dos maestros que me acompañaron de los siete a los diez años: D. José y D. Francisco Quero. Ellos dejaron una profunda huella en mi vida y sembraron en mí la inquietud por ser, más que parecer, y por compartir, más que tener. Nunca estaremos lo suficientemente agradecidos a esos maestros que te sirven de guía para toda tu vida. Sin ordenadores ni tablets. Con una pizarra, un mapa de hule, un tintero con anilina, una voz y ademanes firmes a la vez que acogedores. Con chaqueta, corbata y un cigarro en la mano. Los maestros son siempre dignos protagonistas de una buena noticia.
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