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La cultura fracasada

No es que se mienta. Es que se miente groseramente. La historia y la información han degenerado, con carácter general, en burda propaganda
Luis Méndez Viñolas
martes, 25 de junio de 2024, 10:12 h (CET)

En El Criterio, Balmes (muerto en 1848) dice: “El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios existe…”. Este párrafo, que preside la obra citada, es esencial. Balmes plantea un sutil silogismo: enlaza verdad, camino y realidad. ¿Cómo el ateo pretende conocer la realidad parcial si no es capaz de detectar la inmensa de Dios?


Es decir, lo trascrito limita las posibilidades para hallar esa verdad y realidad, tan necesarias para “pensar bien”. Balmes parte de una verdad dada (la resolución final antes que el debate) consistente en la certidumbre de la existencia de Dios, por lo cual los incrédulos quedan automáticamente excluidos del conocimiento de la verdad y de la realidad; del conocimiento de cómo son las cosas en sí. No obstante, decimos nosotros, un ateo, defensor del sistema copernicano, estará más cerca de la realidad que un seguidor del geocentrismo, por muy bíblica que sea su proposición.


Eliminar las preguntas incomodas


Puestos sobre la realidad ¿no sería más humano preguntarse por qué ocurren todos sus horrores sin que una bondad omnipotente (cualidad definitoria de Dios y posiblemente motivo principal de la credulidad) intervenga para remediarlos? ¿Por qué esa pregunta es irrealista? No hablamos de las acciones del hombre, sino de catástrofes naturales, de epidemias, de la horrible cadena de alimentación en la naturaleza, de niños, bebés que sufren. Lo que decimos sobre la verdad de Dios vale para cualquier otro asunto.


Balmes, un innegable portento intelectual, no se libra del sello usual: un mundo en el que prima la certidumbre sobre la duda. Y no es que nosotros propongamos un mundo lleno de incertidumbres y sombras, sino todo lo contrario, pedimos un mundo basado en preguntas críticas, en investigaciones para averiguar las respuestas, en la aportación de las pruebas necesarias. El propio Descartes desbarra cuando deja de dudar y afirma que los animales son robots insensibles (vaya ayuda). Ni lo evidente escapa al sofisma.


¿Verdades o prejuicios?


En este punto, los creyentes ya habrán dejado de leer. Dios es irrefutable porque es la primera causa; lo demás huelga. ¿Quién, si no, lo creó todo? Esta primera pregunta podría ser replanteada: ¿y quién a su vez hizo esa primera causa, si es imprescindible una causa anterior? O bajando de nivel: ¿por qué las cosas existentes (o Naturaleza) no pueden ser su propia primera causa?


Pero este no es un esbozo filosófico o teológico. Volviendo a Balmes, el párrafo arriba transcrito tiene razón en algo fundamental: “la verdad es la realidad de las cosas”. Y ese es el gran fracaso de la cultura, de la Historia, de la información. A pesar de su trascendencia –la de la verdad y la realidad-, no parecen imprescindibles. Hoy se está evidenciando. No es que se mienta. Es que se miente groseramente. La Historia, la cultura, la información han degenerado, con carácter general, en burda propaganda. Pero el adverbio es inexacto. No es algo exclusivamente actual.

Lamentablemente, ha sido así durante todos los tiempos. Se dice que la Historia la escriben los vencedores. Sí, pero se lee como si la hubieran escrito los vencedores, los vencidos y los espectadores en amigable convención. La mentira, envuelta en verdades, la verdad embozada en mentiras. Una mentira destinada a ocultar que la minoría vive de la mayoría y que sobre esa base no se puede construir una democracia, menos económica.


Sin castigo a los españoles, no habría Dios


Ni siquiera la idea de Dios inspira respeto y evita las mentiras más ruines (porque las hay de distintos calibres). Leamos, por ejemplo, a John Draper: «Si este justo castigo no hubiera caído sobre España, los hombres hubieran ciertamente dicho: no hay retribución, no hay Dios». Esta lapidaria frase fue escrita en 1850 (es decir, casi contemporáneamente a Balmes) por un inglés afincado en EE.UU.

Profesor de la Universidad de Nueva York, la suya es la invectiva de un supuesto creyente que no cree ni en la verdad ni en la realidad, sino en la defensa de una ambición desmedida que no ha decaído. Según él la descomposición de la América española (ocultando que con ayuda anglosajona) es un “justo” castigo de Dios. A lo que cabría preguntar: ¿Y por qué semejante castigo no cayó sobre los EE.UU. o Inglaterra? Él no ignoraba que en ambos países reinaban las matanzas, el racismo, la esclavitud (falsamente abolida en esa fecha), el linchamiento y ahorcamiento de personas de raza negra inocentes, el expolio, la piratería, la usurpación de territorios, la aniquilación de etnias, el engaño, los tratados incumplidos, etc. ¿A qué grado de degeneración habían llegado sus conciudadanos cuando enjaularon a Gerónimo, apache católico e hispanoparlante, para mostrarlo, junto a un chimpancé, en las ferias de aquella nación primitiva, arrogante, ciega a sus propios crímenes? ¿Acaso ignoraba que los anglosajones sí estaban destruyendo a los amerindios o los estaban confinando en reservas? (por cierto, para la mayoría de los humanos enjaular a un chimpancé carece de importancia). 


La respuesta es bien sencilla, el tal Draper era un farsante. Un servidor dócil del mandato monroiano. Castigando a España el mundo quedaba retribuido de todas las maldades. Hasta resulta absurda la frase. Y si esto era en el siglo XIX, hoy, incomprensiblemente, están anulando la fiesta del 12 de octubre (allí, día de Colón, al que no invitan a españoles, sino a italianos), destruyendo monumentos que recuerdan a España, envenenando los planes de estudios de los escolares con reverdecidas leyendas negras. ¿Por qué actúa así el amigo americano? ¿Por qué siempre se siente rodeado de enemigos, aunque estén a decenas de miles de kilómetros? ¿Por qué sus acciones siempre responden a hipotéticas amenazas de siniestros pecadores que ya antes de actuar se convierten en víctimas reales? Cuando nos vamos haciendo una idea de la realidad real (hay otra paralela, cada día más poderosa) nos llevamos una gran decepción. La información, la Historia, la cultura no son fiables.


¿Y qué cultura?


Frente a semejante realidad, cabe preguntarse qué cultura, a lo que se puede responder que una que no parta por sistema del embellecimiento propio y la demonización ajena, sino que busque la justicia, es decir, dar a cada uno lo suyo, tal como recomienda Ulpiano. Pero, ¿qué es lo de cada uno? Ese es el gran conflicto, el gran dilema. Pero en realidad no hay dilema, sino fuerza y mentira o sentido de la justicia y verdad. En el primer caso, incluso para torcer la verdad, se transportará de un país a otro a miles de personas para que nacionalizados voten lo que se desee. Y ese diálogo (dia, a través de, y logo, palabra racional, palabra razonable) es lo que se requiere de todos, ya sean historiadores, periodistas o pensadores. Que no se permita que dos más dos sean tres para que cuadren las cuentas del contable corrupto.


En la frase de Ulpiano hay una base material: dar lo suyo, que es lo contrario de quitar lo ajeno. No propone una regla metafísica, más allá de lo mensurable. Uno de los grandes avances de la historiografía ha sido el de reconocer el sustrato económico, material, de casi todo. Se defienden más ideas que representan cosas, que cosas que representan ideas. Ya lo reconocieron los ingleses: no tenemos principios (ideas), sino intereses (cosas).


Un buen indicio de ilegitimidad (más en su sentido de injusto que de ilegal) es el de pretender un diálogo sin partes contrapuestas (abunda la triquiñuela televisiva de debates a cuatro, de los cuales tres son de idéntica opinión y al cuarto apenas se le escucha, aparte de que dispone de menos tiempo). Es lo más parecido a un monólogo con propaganda triplicada.


Del eurocentrismo a la nada


Ya hace bastante tiempo que se aceptó que nuestra cultura era injustamente eurocéntrica. Europa irradiaba su sabiduría al mundo entero sin aceptar ninguna aportación ni crítica exterior (expresión de un racismo, de una xenofobia, de un clasismo mal disimulados). Afortunadamente, hoy ya casi se acepta que aquel eurocentrismo era extremadamente injusto y deshumanizado. Su función cultural era justificar el colonialismo y todo lo que le ha seguido después. Hoy, ese eurocentrismo ha enloquecido, y parece que busca el suicidio en defensa de una mentira que ni siquiera es la suya.


Con tales antecedentes, no deberíamos aceptar una reedición de esa cegadora luminosidad que tantas víctimas ha causado. La cultura puede adquirir las formas que deseen los estetas, pero nunca que oculte la realidad. Esa labor corresponde de manera determinante, insistimos, a periodistas, pensadores, historiadores, mediante una labor democrática cerca de los ciudadanos.


Yendo a lo tangible: el Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo informa sobre que un número creciente de personas evita las noticias. Seis de cada diez desconfían de la veracidad de los contenidos en línea. En España, esta desconfianza alcanza a siete de cada diez. Aquí hay un matiz sospechoso: ¿en línea? ¿Queda fuera la información oficializada? ¿Habrá que censurar a los diarios plurales e independientes, a las redes autónomas porque son las que mienten? ¿Preparando el terreno de la Comisión europea y de los gobiernos para que leamos sólo el BOE, el “parte”? ¿Un paso más para atar la información no agradecida ni dependiente de nadie y que entiende que la verdad es un requisito profesional, no opcional?

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