Otro verano que llega y se irá. Entropía y azar. Su sola mención provoca desazón en el sujeto pensante. Más allá de la segunda ley de la termodinámica, la derivación filosófica de la inapelable tendencia al desorden se presenta ineludible. Sabemos que el tiempo fluye y no conocemos, porque tal vez no existe, el mecanismo para desandarlo. Hemos acuñado, eso sí, el concepto de neguentropía, o entropía negativa, un hipotético “regressus” al orden que, a la postre, acaba siendo igualmente vencido. Ilya Prigogine, premio Nobel de Química en 1977, se aplicó a la faena, en relación con todo esto, de objetar el determinismo emanado de la irreversibilidad temporal, y abrió una vía para reconocer la posibilidad de un orden neguentrópico en los procesos.
Lo traigo a colación para mostrar que la preocupación por estas cuestiones, y sus implicaciones posibles, no es solo propia de algunos frikis de la Filosofía. Atesora ello más alcances de lo que podamos suponer de cara a nuestro día a día, en términos por ejemplo de participación política.
Sea como sea, la experiencia nos indica que, a la larga, serán el desorden y la muerte los ganadores de la partida. Sin necesidad de nociones científicas o filosóficas, la denominada sabiduría popular sentenció este asunto con aquello de “en cien años, todos calvos”. Vamos, que todos perderemos, a la larga, la guerra contra la flecha del tiempo.
Y, en relación con ello, Michael Onfray, filósofo y polígrafo francés, además de ateo militante, escribió, hace unos años, un ensayo (1) sobre lo inevitable de nuestra desaparición, como individuos y como especie, siguiendo las reglas del Cosmos, pues, según él, todos los salvadores del mundo, todos lo que quieren arreglarlo, o construir un orden nuevo, parten de un optimismo que les conduce a considerar que basta con obrar en un sentido para invertir la curva entrópica, entendida en sentido amplio como lo contrario a lo que cada cual considere orden.
Cita Onfray al marxismo, al fascismo, al nazismo y también al islamismo, con la “sharía” como reorganización del decadente desorden actual. Añade el autor que se trata de delirios en pos de una supuesta, e imposible, regeneración “por medio del proletariado, de la nación, la raza o la yihad”, no pareciendo contar como freno la sangre derramada para alcanzar la misma en cada caso. A partir de esa reflexión, es posible plantearse si cualquier cosa que hagamos o pensemos sirve para algo, ya que la suerte está echada.
Resulta lógico, por ello, que nos hagamos preguntas, porque si nada podemos hacer frente a las imperfecciones de nuestro mundo, si da lo mismo esto que aquello, la dictadura o la democracia, ya que, a la postre, se impondrá la entropía generando la decadencia y la desaparición, entonces no valen la pena acciones o pensamientos. ¿Qué hacer, pues? Como este eterno retorno cósmico, que a eso se refiere Onfray, asigna un destino inexorable a todo sistema, incluidas las distintas civilizaciones, se establece una especie de “nada hay escrito” (puro azar y ciega ley cósmica, impersonal y huérfana de objetivos), pero resulta como si todo estuviera en realidad escrito, ya que el final es inevitable. Ello puede conducir a una suerte de inacción estoica, marcada por la impasibilidad complacida.
Pero no. Hemos de buscar la libertad, creo yo, a pesar de todo, como si ella fuera posible y como si estuviéramos tocados, sin estarlo, de libre albedrío. Se trata de huir de una equidistancia justificada por la entropía. Es posible, pienso, luchar y actuar contra el desorden de cada vida, uno de cuyos avatares es la deriva totalitaria, y se puede hacer de muchas maneras. Y seguro que alguna de ellas resulta tolerable.
(1) Onfray, M: Decadencia: vida y muerte en Occidente. Paidós. Barcelona, 2018.
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