Aunque parece que no esta de moda, se siguen celebrando bodas. Previamente, los contrayentes han pasado por la horterada de la petición de mano, rodilla en tierra, todo muy americano. Para ello aprovechan un partido de futbol, una corrida de toros o un concierto. (Parece ser que varios cientos de peticiones de mano se han celebrado en un concierto en el Bernabeu). Después, llega la boda o no. Alguna de las que llegan no duran demasiado. Las estadísticas nos dicen que el número de divorcios anual es equivalente al de los nuevos matrimonios. Aquello de “hasta que la muerte nos separe” ha quedado en agua de borrajas. Hace años se quiso instituir desde una asociación gallega: “el matrimonio a prueba”. Creo que era a 30, 60 o 90 días. Como los viejos plazos del televisor. Los que salen en la tele no necesitan ni eso para romper sus parejas que habían formado “para siempre”. Todo es cuestión de exclusivas. Hoy he leído algo sobre el matrimonio “abierto” o sobre la “tontería” que consiste en dar formalidad civil o eclesiástica a una relación. El casarse hoy en día ha pasado de ser una culminación del amor de una pareja a una sentencia condenatoria. Mi buena noticia de hoy la tomo de una boda a la que asistí ayer. Mejor dicho, a un “remake” de otra a la que asistí hace 25 años. Un matrimonio sólido, bendecido con cinco hijos, basado en un proyecto común que han realizado a lo largo de una vida de trabajo y de superación. Unas bodas de plata bien ganadas. Estas circunstancias, que supongo deberían ser lo más normales, son una rara avis en el mundo que nos rodea. Para mí, que llevo cincuenta y cuatro años casado con la misma, me parece lo más normal. El secreto consiste en querer y aceptar al otro tal como es. No como queremos que sea. Aceptar los defectos y las virtudes del otro. Enhorabuena a Victorino y María. De momento son la segunda pareja que, entre mis hijos, cumplen sus bodas de plata.
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