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A fuerza de ser tildado de políticamente incorrecto o alarmista, creo que es mejor siempre parar, reflexionar y poner los puntos sobre las íes. ¿Quizá sea algo demasiado osado hoy día?

Algo va mal como sociedad

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Es hora de desterrar el estereotipo de que, en otros lugares o en otra época pasada, el césped es o estaba más verde. No. En todo el planeta, la hierba ha perdido su característica e inherente clorofila y se ha ido tornando yerma, seca y gualda. ¿El motivo? Hemos dejado de regarla. Simplemente, nos hemos despreocupado. Creíamos que ya estaba todo hecho. La culpa es únicamente nuestra; de los seres humanos.


Una sutil metáfora que me sirve como exordio para afirmar, sin escrúpulos y sin reparos, que algo va mal como sociedad. Da igual cuál sea su nacionalidad, en qué país viva, qué lengua hable, qué religión practique, si tiene o no estudios superiores o a qué temática se refiera. Es decepcionante asistir a la paulatina erosión y autodestrucción social, política y de valores. A todos los niveles y en todas las franjas etarias.


A riesgo de ser considerado políticamente incorrecto o alarmista, respondo que es mejor argumentar y poner los puntos sobre las íes. Tal vez sea algo demasiado osado hoy día. He aquí algunos ejemplos, en un sucinto repaso que me dispongo a dar, para constatar esta deprimente, pero enmendable decadencia.


Partamos de lo básico: la pérdida en modales. ¿Tiene alguien explicación para la mala educación generalizada que se respira estos días? Insisto, no voy a caer en la tentación tan simplista de afirmar que antaño todo era mejor, pero eso no quita para admitir que asistimos a un progresivo declive educacional en algo tan elemental como las buenas formas y la cortesía. Pocas veces oigo ya dar los buenos días al entrar a un establecimiento, a tenderos y clientes por igual. ¿O qué me dicen de algo tan sangrante, como es el individualismo imperante, constante y ubicuo? Se ha instalado una filosofía basada en la máxima gongorina de “Ande yo caliente, ríase la gente”. Sin duda, no le faltaba razón al egregio Luis de Góngora al afirmar algo tan sentenciante, pero el problema surge cuando el bienestar individual se antepone, cueste lo que cueste, a la conveniencia de la colectividad. Uno se da cuenta, entonces, de que mega acontecimientos inopinados, como la pandemia de 2020, contrariamente a lo que se martilleaba y propugnaba sin cesar, no nos han hecho mejores. No hemos salido ni más resilientes, ni más educados ni hemos cambiado un ápice en el aspecto social. Y, en caso de que hipotéticamente lo haya hecho, ha sido efímeramente. 


Duró poco la ilusión de tornarnos en una mejor sociedad. Una metamorfosis anhelada, pero malograda y, sin lugar a duda, digna de estudio. Entonces, uno se pregunta qué es preciso que suceda para que el ser humano, tanto en la esfera individual como colectiva, se reconduzca. Si no lo ha logrado algo tan extraordinario y calamitoso como una pandemia, ¿qué lo conseguirá? Algunos arguyen que la guerra es la solución. ¿Quién no ha escuchado la típica majadería de que una guerra cada equis tiempo lo arregla todo? Lamento desilusionar, pero esa no es la panacea a nuestros problemas. Las dos conflagraciones mundiales sirvieron para humanizar y reanimar a una sociedad que, hasta entonces, estaba deshumanizada y exánime, y que ni por asomo había interiorizado que la reconciliación era posible. 


Yo nunca compartiré ni saldrá de mi boca aquella sandez tan cursi de “las guerras nos hacen mejores”, que, por cierto, está en el origen de la creación de las relaciones internacionales como disciplina académica, allá por 1919, cuando Alfred Zimmern y otros eruditos decidieron, en la universidad galesa de Aberystwyth, elevar esta discusión teórica al campo de la disciplina académica. Esa afirmación de la guerra como elixir curalotodo que algunos tienen como un mantra contribuye a generar ese espíritu de animosidad, inquina y resquemor que tenemos que tratar de superar como sociedad. Precisamente, eso se pretendía en 1945 y, a vista de los inúmeros conflictos aún en desarrollo, de nada ha servido. La creación de la ONU fue, a todas luces, un acierto impulsado en un momento de máxima necesidad. Hoy, Naciones Unidas parece que continúa inmersa en una especie de utopía, de sueño, del que no parece despertar. No me estoy refiriendo a que esta organización sea ineficaz, puesto que su propósito es el más bello y perfecto al que debería aspirar el hombre: la consecución de la paz. Ahora bien, la ONU es víctima de su propio mecanismo de funcionamiento y eso mina su cometido. Si no existiese la fórmula del derecho a veto del quinteto del Consejo de Seguridad, otro gallo cantaría. Los Cascos Azules son bienvenidos en la manutención de la paz, pero si reducimos las reglas de juego de una organización tan ambiciosa como ésta a lo que veten o no los “cinco grandes” del Consejo de Seguridad, las resoluciones de la Asamblea General se quedan en agua de borrajas.


¿Y qué está pasando en la Unión Europea para que, aquella organización, hasta 1950 impensable, sea hoy por muchos europeos repudiada? ¿Cómo es explicable que el proyecto que impulsaron grandes estadistas, como Robert Schuman o Leo Tindemans, quiera dejar paso a una refundición bochornosa del club comunitario, hipotéticamente liderada por populistas como Le Pen, Meloni, Weidel o Wilders? Y lo mismo se aplica al otro lado del espectro global: ¿qué individuos se enorgullecen aún hogaño de enarbolar la hoz y el martillo, como ocurre en la inhóspita Rusia, vista la nefasta experiencia del comunismo? ¿Cómo puede un ciudadano cualquiera abanderar la persecución de otros conciudadanos por profesar una religión diferente? Esto es lo que está acaeciendo en China con los tibetanos y los uigures.


Y lo mismo se aplica a uno de los grandes desafíos de nuestra era: el cambio climático. ¿Cuánta codicia puede anhelar el ser humano como para negarse a salvar el planeta gracias al que respira y vive? ¿Cuántos mensajes serán precisos escuchar, cuántas ciudades habrán de inundarse, cuántas olas de calor soportar para actuar?


Barriendo más para casa, algo va mal cuando, tras los aciagos años de terrorismo, asistimos a una neo-radicalización y olvido del pasado, para, en cambio, acoger una sobrevenida y completa remodelación del Parlamento vasco, que sigue sorprendiendo a muchos. No hemos hecho los deberes correctamente como sociedad. Ni en casa, ni en la escuela. Y ahora recogemos los frutos.


¿Cómo podemos, en una sociedad plenamente democrática, en un país que protege su diversidad constitucionalmente (artículo 2 de la Carta Magna) consentir mensajes que aseveren que el Estado español es un monstruo que asfixia y oprime a Cataluña? Invito a los más acérrimos secesionistas a que se den un paseo por otras regiones del orbe cuyos pueblos están luchando, justificada y honestamente, por convertirse en un Estado. Tienen razones de peso para tal motivo: sus lenguas son proscritas, sus elecciones, amañadas y su población, oprimida. Nada más lejos de la realidad en Cataluña.


Para sintetizar, vivimos aquí y allá lo que describió muy certeramente, entre otros autores, el filósofo brasileño Paulo Nogueira: en Occidente, somos victimarios y víctimas de nuestra Oikofobia (término griego traducible como “fobia a lo que viene de casa”). El summum de la ridiculez: repudiamos nuestros valores que, entre otros, implican la democracia, el sufragio universal, unas garantías sociales mínimas y el cumplimiento y satisfacción de unos deberes y obligaciones para abrazar taxativamente, en su lugar, otros, diametralmente opuestos a los que deberíamos propugnar.


Cuando queramos dar la vuelta a esta incomestible e indigerible tortilla, ya se nos habrá quemado. Habremos contribuido, a conciencia y a fuego lento, a la destrucción societal. En ese escenario, claramente posible, en medio de lamentaciones, ya no habrá remedio que valga. Antonio Gramsci, más valioso por sus aportaciones filosóficas que marxistas, escribió: “El viejo mundo se muere y el nuevo está por llegar y, en ese claroscuro, surgen los monstruos”. Pues bien, no dejemos que los indeseables espectros nos carcoman y ganen terreno. Eduquemos desde todas las capas de la sociedad, transmitamos valores, dejemos atrás la hipocresía y los formalismos innecesarios, tomemos conciencia de quienes fuimos, quienes seremos y quienes querremos ser. Así, la hierba volverá a reverdecer. Pero, para que todo cobre más verdor, conjuntamente tenemos que, como decía el maestro Voltaire, “cultivar nuestro jardín”. Yo hace tiempo que aporto mi granito de arena, regándolo diariamente y sin separarme de mi regadera. ¿Y usted?

Algo va mal como sociedad

A fuerza de ser tildado de políticamente incorrecto o alarmista, creo que es mejor siempre parar, reflexionar y poner los puntos sobre las íes. ¿Quizá sea algo demasiado osado hoy día?
Alberto Carmena García
viernes, 12 de julio de 2024, 08:54 h (CET)

Es hora de desterrar el estereotipo de que, en otros lugares o en otra época pasada, el césped es o estaba más verde. No. En todo el planeta, la hierba ha perdido su característica e inherente clorofila y se ha ido tornando yerma, seca y gualda. ¿El motivo? Hemos dejado de regarla. Simplemente, nos hemos despreocupado. Creíamos que ya estaba todo hecho. La culpa es únicamente nuestra; de los seres humanos.


Una sutil metáfora que me sirve como exordio para afirmar, sin escrúpulos y sin reparos, que algo va mal como sociedad. Da igual cuál sea su nacionalidad, en qué país viva, qué lengua hable, qué religión practique, si tiene o no estudios superiores o a qué temática se refiera. Es decepcionante asistir a la paulatina erosión y autodestrucción social, política y de valores. A todos los niveles y en todas las franjas etarias.


A riesgo de ser considerado políticamente incorrecto o alarmista, respondo que es mejor argumentar y poner los puntos sobre las íes. Tal vez sea algo demasiado osado hoy día. He aquí algunos ejemplos, en un sucinto repaso que me dispongo a dar, para constatar esta deprimente, pero enmendable decadencia.


Partamos de lo básico: la pérdida en modales. ¿Tiene alguien explicación para la mala educación generalizada que se respira estos días? Insisto, no voy a caer en la tentación tan simplista de afirmar que antaño todo era mejor, pero eso no quita para admitir que asistimos a un progresivo declive educacional en algo tan elemental como las buenas formas y la cortesía. Pocas veces oigo ya dar los buenos días al entrar a un establecimiento, a tenderos y clientes por igual. ¿O qué me dicen de algo tan sangrante, como es el individualismo imperante, constante y ubicuo? Se ha instalado una filosofía basada en la máxima gongorina de “Ande yo caliente, ríase la gente”. Sin duda, no le faltaba razón al egregio Luis de Góngora al afirmar algo tan sentenciante, pero el problema surge cuando el bienestar individual se antepone, cueste lo que cueste, a la conveniencia de la colectividad. Uno se da cuenta, entonces, de que mega acontecimientos inopinados, como la pandemia de 2020, contrariamente a lo que se martilleaba y propugnaba sin cesar, no nos han hecho mejores. No hemos salido ni más resilientes, ni más educados ni hemos cambiado un ápice en el aspecto social. Y, en caso de que hipotéticamente lo haya hecho, ha sido efímeramente. 


Duró poco la ilusión de tornarnos en una mejor sociedad. Una metamorfosis anhelada, pero malograda y, sin lugar a duda, digna de estudio. Entonces, uno se pregunta qué es preciso que suceda para que el ser humano, tanto en la esfera individual como colectiva, se reconduzca. Si no lo ha logrado algo tan extraordinario y calamitoso como una pandemia, ¿qué lo conseguirá? Algunos arguyen que la guerra es la solución. ¿Quién no ha escuchado la típica majadería de que una guerra cada equis tiempo lo arregla todo? Lamento desilusionar, pero esa no es la panacea a nuestros problemas. Las dos conflagraciones mundiales sirvieron para humanizar y reanimar a una sociedad que, hasta entonces, estaba deshumanizada y exánime, y que ni por asomo había interiorizado que la reconciliación era posible. 


Yo nunca compartiré ni saldrá de mi boca aquella sandez tan cursi de “las guerras nos hacen mejores”, que, por cierto, está en el origen de la creación de las relaciones internacionales como disciplina académica, allá por 1919, cuando Alfred Zimmern y otros eruditos decidieron, en la universidad galesa de Aberystwyth, elevar esta discusión teórica al campo de la disciplina académica. Esa afirmación de la guerra como elixir curalotodo que algunos tienen como un mantra contribuye a generar ese espíritu de animosidad, inquina y resquemor que tenemos que tratar de superar como sociedad. Precisamente, eso se pretendía en 1945 y, a vista de los inúmeros conflictos aún en desarrollo, de nada ha servido. La creación de la ONU fue, a todas luces, un acierto impulsado en un momento de máxima necesidad. Hoy, Naciones Unidas parece que continúa inmersa en una especie de utopía, de sueño, del que no parece despertar. No me estoy refiriendo a que esta organización sea ineficaz, puesto que su propósito es el más bello y perfecto al que debería aspirar el hombre: la consecución de la paz. Ahora bien, la ONU es víctima de su propio mecanismo de funcionamiento y eso mina su cometido. Si no existiese la fórmula del derecho a veto del quinteto del Consejo de Seguridad, otro gallo cantaría. Los Cascos Azules son bienvenidos en la manutención de la paz, pero si reducimos las reglas de juego de una organización tan ambiciosa como ésta a lo que veten o no los “cinco grandes” del Consejo de Seguridad, las resoluciones de la Asamblea General se quedan en agua de borrajas.


¿Y qué está pasando en la Unión Europea para que, aquella organización, hasta 1950 impensable, sea hoy por muchos europeos repudiada? ¿Cómo es explicable que el proyecto que impulsaron grandes estadistas, como Robert Schuman o Leo Tindemans, quiera dejar paso a una refundición bochornosa del club comunitario, hipotéticamente liderada por populistas como Le Pen, Meloni, Weidel o Wilders? Y lo mismo se aplica al otro lado del espectro global: ¿qué individuos se enorgullecen aún hogaño de enarbolar la hoz y el martillo, como ocurre en la inhóspita Rusia, vista la nefasta experiencia del comunismo? ¿Cómo puede un ciudadano cualquiera abanderar la persecución de otros conciudadanos por profesar una religión diferente? Esto es lo que está acaeciendo en China con los tibetanos y los uigures.


Y lo mismo se aplica a uno de los grandes desafíos de nuestra era: el cambio climático. ¿Cuánta codicia puede anhelar el ser humano como para negarse a salvar el planeta gracias al que respira y vive? ¿Cuántos mensajes serán precisos escuchar, cuántas ciudades habrán de inundarse, cuántas olas de calor soportar para actuar?


Barriendo más para casa, algo va mal cuando, tras los aciagos años de terrorismo, asistimos a una neo-radicalización y olvido del pasado, para, en cambio, acoger una sobrevenida y completa remodelación del Parlamento vasco, que sigue sorprendiendo a muchos. No hemos hecho los deberes correctamente como sociedad. Ni en casa, ni en la escuela. Y ahora recogemos los frutos.


¿Cómo podemos, en una sociedad plenamente democrática, en un país que protege su diversidad constitucionalmente (artículo 2 de la Carta Magna) consentir mensajes que aseveren que el Estado español es un monstruo que asfixia y oprime a Cataluña? Invito a los más acérrimos secesionistas a que se den un paseo por otras regiones del orbe cuyos pueblos están luchando, justificada y honestamente, por convertirse en un Estado. Tienen razones de peso para tal motivo: sus lenguas son proscritas, sus elecciones, amañadas y su población, oprimida. Nada más lejos de la realidad en Cataluña.


Para sintetizar, vivimos aquí y allá lo que describió muy certeramente, entre otros autores, el filósofo brasileño Paulo Nogueira: en Occidente, somos victimarios y víctimas de nuestra Oikofobia (término griego traducible como “fobia a lo que viene de casa”). El summum de la ridiculez: repudiamos nuestros valores que, entre otros, implican la democracia, el sufragio universal, unas garantías sociales mínimas y el cumplimiento y satisfacción de unos deberes y obligaciones para abrazar taxativamente, en su lugar, otros, diametralmente opuestos a los que deberíamos propugnar.


Cuando queramos dar la vuelta a esta incomestible e indigerible tortilla, ya se nos habrá quemado. Habremos contribuido, a conciencia y a fuego lento, a la destrucción societal. En ese escenario, claramente posible, en medio de lamentaciones, ya no habrá remedio que valga. Antonio Gramsci, más valioso por sus aportaciones filosóficas que marxistas, escribió: “El viejo mundo se muere y el nuevo está por llegar y, en ese claroscuro, surgen los monstruos”. Pues bien, no dejemos que los indeseables espectros nos carcoman y ganen terreno. Eduquemos desde todas las capas de la sociedad, transmitamos valores, dejemos atrás la hipocresía y los formalismos innecesarios, tomemos conciencia de quienes fuimos, quienes seremos y quienes querremos ser. Así, la hierba volverá a reverdecer. Pero, para que todo cobre más verdor, conjuntamente tenemos que, como decía el maestro Voltaire, “cultivar nuestro jardín”. Yo hace tiempo que aporto mi granito de arena, regándolo diariamente y sin separarme de mi regadera. ¿Y usted?

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Hoy en día hablar de las personas mayores es situarnos en una realidad objetiva. Están llamadas a vivir desde ya en plenitud, pero han entrado en la jubilación y tienen menos ocupaciones, se sienten encerradas en sus pequeños mundos personales.

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