El 23 de julio de 1932, el General Manuel Rojas Acosta, Comandante del Ejército y Armada del Paraguay, ordena el abandono de la Laguna Pitiantuta y el repliegue del Ejército paraguayo hasta la rivera del río Paraguay, para establecer la defensa desde sus costas.
Crece la frecuencia y violencia de los hechos bélicos en el triángulo formado por los ríos Paraguay, Pilcomayo y Parapití, territorio de árboles tortuosos, flora espinosa y yunque donde el sol martilla de día y el frío castiga por la noche.
Era el inicio de una guerra que desafiaba a la lógica y a la historia, en días de invierno y privaciones. En la alborada de su civilización, los romanos empezaron a contar los días a partir de Marzo, mes que debía su nombre al Dios de la Guerra. En el principio del tiempo, en el inicio de sus días, fue la Guerra.
Marte, alter ego romano del Dios griego Ares, había engendrado a los fundadores de Roma, y de sus primeros días llamados calendas devino la palabra calendario. Los romanos agregaron al puro belicismo del griego Ares, una alegoría a la defensa de las tierras que cultivaban, al considerar que los días se iniciaban con las cosechas de primavera. Aconsejaban que para conservar la paz, debían prepararse para la guerra, y pensaban que el momento de mayor prosperidad era también el más propicio para la destrucción.
En el Chaco paraguayo, entre los años 1932 y 1935, en un frío invierno alejado de la prosperidad, el Dios de la guerra surgió de los abismos subterráneos fluyendo como un frío líquido capaz de encender el fuego.
Una guerra suspendida fuera de la historia, alejada del lugar de las cotizaciones y de los dueños de los títulos de propiedad, abandonó cien mil cadáveres en un infierno verde sin dar mayores explicaciones sobre sus causas.
Sucesos inexplicables se desencadenaron entre Paraguay y Bolivia dejando un misterio insondable cargado de enigmas sin respuesta.
Dijo un pensador que solo los muertos ven el final de la guerra, en un día que se asemeja a la última página de un libro. Es que la muerte tiene la capacidad de liberar del peso de la autoridad, incluso al que fue enviado a morir por ella.
Aunque ese poder impuso un calendario, sabemos que al final la autoridad siempre olvida al rey que agoniza, como la revolución libera o devora a sus hijos y el tiempo al final siempre termina acabando. Lo único vivo que quedó de esa guerra fueron sus muertos, aguardando respuestas.
Y la única verdad en pie, del principio y al fin de los días, es que para los poderosos, siempre estuvo vivo el Dios de la Guerra.
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