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La mejor adquisición no es la sugerida por otros sino aquella que nos da alegría, no incomoda y, sobre todo, no daña nuestro cuerpo ni al medio ambiente

​Moda, cuerpo y bolsillo

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La moda, en el sentido de costumbre en la producción y uso del traje o de la indumentaria, ha sido y es estudiada, como fenómeno social, por la sociología, las teorías e historia  de la estética, la filosofía y la semiología. Entre los pensadores más célebres se encuentran Roland Barthes, Gilles Lipovetsky, Pierre Bourdieu; Umberto Eco, Jean Baudrillard y, últimamente, Fréderic Godart, entre muchos otros. Todo lo relacionado con la indumentaria, la producción, el diseño y la comercialización es un mundo con diversas vinculaciones a la psicología y la economía pues la cultiva el usuario conforme la elección de marcas o diseños acordes a su nivel de ingresos y estilo de vida, de acuerdo con los consejos de “influencers” o de las revistas especializadas, pero la padece su cuerpo y la gasta el bolsillo.                                                                                             


A fines del siglo pasado y durante el xxi, sin embargo, hechos políticos produjeron cambios, estéticos y en cuanto a regulaciones. Después de la guerra con Irak, la caída de las torres gemelas, las guerras, el empobrecimiento de muchos países emergentes y la pandemia por el virus Covid-19, las marcas de lujo y las colecciones de alta costura se reducen a francas minorías, si bien uno de los principios clásicos en la  moda se basa en la dupla antagónica imitación/distinción. Es decir, se consumen suntuarios, pero tratando de que el distingo no ofenda a primera vista al resto de los mortales, con lo cual la innovación también puso sus límites.  Asimismo, se impone la “moda circular”, la indumentaria y los objetos “vintage”; incluso hay conocidas marcas que propician una suerte de trueque: se deposita la ropa sin uso de temporadas anteriores en un buzón y, a cambio, se obtienen descuentos en las líneas nuevas o es posible llevarse, sin pagos adicionales, alguna prenda señalizada.                                                      


Muchas marcas pertenecen a empresas multinacionales. Sin embargo, la versión local resguarda más o menos el medio ambiente y la salud de los usuarios, según la existencia (o no) en esos países de la ley del talle, de  ciertas restricciones a la producción indiscriminada y nociva, de la protección a los trabajadores de la industria e incluso a los derechos intelectuales de autor de sus diseñadores, modistos. Más rica es una sociedad, no necesariamente los negocios de la moda cuadriplicarán sus ventas: depende de la función didáctica que cumplan familias, escuelas y universidades. Hay personas adictas al “shopping”.  Es común observar, inclusive en naciones emergentes, cómo una familia tipo recorre, en efecto, los grandes almacenes para ver, aunque no compre,  los objetos e indumentaria que sus vidrieras reproducen al infinito.                             


Ni qué hablar de imitadores, o incluso contrabandistas, de  marcas que pululan, imitando el modelo y la etiqueta…                                                                                                                                


La industria de la moda, compleja, a menudo debido a pasos no esclarecidos en algunas cadenas de producción (no todas las empresas permiten el acceso de los usuarios a sus procesos de confección, publicidad y venta de prendas y objetos) y globalizada en el mundo que supimos conseguir, esta industria sea quizá el sector de la economía que guarda mayor misterio. La rodea cierto halo mágico, sólo pasible de deconstruir por pensadores como los nombrados, Antonio Caro Almela, semiólogo madrileño especialista en comunicación y publicidad, Godart y nóveles sociólogos y semiotistas de la especialidad.                                                                                                            


La mayoría conviene en estos principios del fenómeno– moda: convergencia económica, autonomía y creatividad, simbolización, imaginario social e identidad intersubjetiva; el clásico “imito o distingo” (prêt à porter o alta costura) y el más relevante en la época, a mi juicio, referido al cuerpo. Es que para vestir, primero hay que tener un cuerpo y no lo tiene, ni siquiera percibido, el usuario que imita para masificarse, cualquiera sea su clase social, ingresos o su nivel de culpa. Tampoco registra su cuerpo el que se distingue del resto de los mortales a toda costa, proyectando su imagen en un espejo que no sólo puede perjudicarle el bolsillo.                                


La realidad del usuario no debería ser el resultado de su pulsión a mensajes publicitarios pertenecientes a las marcas o a los exclusivos diseños de indumentaria. Hoy la industria se diversificó, incluyendo accesorios, objetos, joyas, ropa para bebés, etcétera. Lo que no se expande, sin embargo, es el bolsillo del que confunde elegancia con identidad y buen gusto con marcas. En tiempos en que todo deviene autogestión pues se empodera al sujeto, no estaría demás mirar nuestro cuerpo y atender nuestras necesidades según nuestro singular parecer, que no se pasea entre pasarelas y escaparates, ni en bambalinas ajenas. El ocio forma parte de la vida y estimula el contemplar bellos diseños, aun cuando no podamos tenerlos. Pero, he aquí algunos consejos prácticos: observar el espacio de guardado de nuestro placar antes de salir de compras; las prendas nos deben servir a nosotros y no, a la inversa; la mejor adquisición no es la sugerida por otros sino aquella que nos da alegría, no incomoda y, sobre todo, no daña nuestro cuerpo ni al medio ambiente.                                                                                                                                      

¡Por mucha más moda, renovada y saludable!


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​Moda, cuerpo y bolsillo

La mejor adquisición no es la sugerida por otros sino aquella que nos da alegría, no incomoda y, sobre todo, no daña nuestro cuerpo ni al medio ambiente
Paula Winkler
lunes, 12 de agosto de 2024, 11:09 h (CET)

La moda, en el sentido de costumbre en la producción y uso del traje o de la indumentaria, ha sido y es estudiada, como fenómeno social, por la sociología, las teorías e historia  de la estética, la filosofía y la semiología. Entre los pensadores más célebres se encuentran Roland Barthes, Gilles Lipovetsky, Pierre Bourdieu; Umberto Eco, Jean Baudrillard y, últimamente, Fréderic Godart, entre muchos otros. Todo lo relacionado con la indumentaria, la producción, el diseño y la comercialización es un mundo con diversas vinculaciones a la psicología y la economía pues la cultiva el usuario conforme la elección de marcas o diseños acordes a su nivel de ingresos y estilo de vida, de acuerdo con los consejos de “influencers” o de las revistas especializadas, pero la padece su cuerpo y la gasta el bolsillo.                                                                                             


A fines del siglo pasado y durante el xxi, sin embargo, hechos políticos produjeron cambios, estéticos y en cuanto a regulaciones. Después de la guerra con Irak, la caída de las torres gemelas, las guerras, el empobrecimiento de muchos países emergentes y la pandemia por el virus Covid-19, las marcas de lujo y las colecciones de alta costura se reducen a francas minorías, si bien uno de los principios clásicos en la  moda se basa en la dupla antagónica imitación/distinción. Es decir, se consumen suntuarios, pero tratando de que el distingo no ofenda a primera vista al resto de los mortales, con lo cual la innovación también puso sus límites.  Asimismo, se impone la “moda circular”, la indumentaria y los objetos “vintage”; incluso hay conocidas marcas que propician una suerte de trueque: se deposita la ropa sin uso de temporadas anteriores en un buzón y, a cambio, se obtienen descuentos en las líneas nuevas o es posible llevarse, sin pagos adicionales, alguna prenda señalizada.                                                      


Muchas marcas pertenecen a empresas multinacionales. Sin embargo, la versión local resguarda más o menos el medio ambiente y la salud de los usuarios, según la existencia (o no) en esos países de la ley del talle, de  ciertas restricciones a la producción indiscriminada y nociva, de la protección a los trabajadores de la industria e incluso a los derechos intelectuales de autor de sus diseñadores, modistos. Más rica es una sociedad, no necesariamente los negocios de la moda cuadriplicarán sus ventas: depende de la función didáctica que cumplan familias, escuelas y universidades. Hay personas adictas al “shopping”.  Es común observar, inclusive en naciones emergentes, cómo una familia tipo recorre, en efecto, los grandes almacenes para ver, aunque no compre,  los objetos e indumentaria que sus vidrieras reproducen al infinito.                             


Ni qué hablar de imitadores, o incluso contrabandistas, de  marcas que pululan, imitando el modelo y la etiqueta…                                                                                                                                


La industria de la moda, compleja, a menudo debido a pasos no esclarecidos en algunas cadenas de producción (no todas las empresas permiten el acceso de los usuarios a sus procesos de confección, publicidad y venta de prendas y objetos) y globalizada en el mundo que supimos conseguir, esta industria sea quizá el sector de la economía que guarda mayor misterio. La rodea cierto halo mágico, sólo pasible de deconstruir por pensadores como los nombrados, Antonio Caro Almela, semiólogo madrileño especialista en comunicación y publicidad, Godart y nóveles sociólogos y semiotistas de la especialidad.                                                                                                            


La mayoría conviene en estos principios del fenómeno– moda: convergencia económica, autonomía y creatividad, simbolización, imaginario social e identidad intersubjetiva; el clásico “imito o distingo” (prêt à porter o alta costura) y el más relevante en la época, a mi juicio, referido al cuerpo. Es que para vestir, primero hay que tener un cuerpo y no lo tiene, ni siquiera percibido, el usuario que imita para masificarse, cualquiera sea su clase social, ingresos o su nivel de culpa. Tampoco registra su cuerpo el que se distingue del resto de los mortales a toda costa, proyectando su imagen en un espejo que no sólo puede perjudicarle el bolsillo.                                


La realidad del usuario no debería ser el resultado de su pulsión a mensajes publicitarios pertenecientes a las marcas o a los exclusivos diseños de indumentaria. Hoy la industria se diversificó, incluyendo accesorios, objetos, joyas, ropa para bebés, etcétera. Lo que no se expande, sin embargo, es el bolsillo del que confunde elegancia con identidad y buen gusto con marcas. En tiempos en que todo deviene autogestión pues se empodera al sujeto, no estaría demás mirar nuestro cuerpo y atender nuestras necesidades según nuestro singular parecer, que no se pasea entre pasarelas y escaparates, ni en bambalinas ajenas. El ocio forma parte de la vida y estimula el contemplar bellos diseños, aun cuando no podamos tenerlos. Pero, he aquí algunos consejos prácticos: observar el espacio de guardado de nuestro placar antes de salir de compras; las prendas nos deben servir a nosotros y no, a la inversa; la mejor adquisición no es la sugerida por otros sino aquella que nos da alegría, no incomoda y, sobre todo, no daña nuestro cuerpo ni al medio ambiente.                                                                                                                                      

¡Por mucha más moda, renovada y saludable!


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