Si hay una imagen que perdure en la retina de los espectadores es la del azul intenso de la mirada de Alain Delon. El bosquejo de un enfant terrible, o el retrato de un latín lover que mira con la intensidad y la pasión de un amor que pronostica, de antemano, que te devorará. Delon ha sido y será, eternamente, un tipo apuesto con el peligro en sus ojos. Un chico de suburbio con maneras de chulo de barrio, pero también con una masculina elegancia forjada a golpe de navaja y de peleas callejeras.
Es el hombre duro y sin escrúpulos del que se enamoraría rendidamente cualquier mujer. El dibujo al carboncillo de la penuria de la época de posguerra aderezado con el sabor salado del Mediterráneo. Una mezcla entre los suburbios recelosos de París y los bronceados ardientes marineros de la Marsella ribereña.
Tanto es así que su propia vida, la real, ha estado marcada de muescas de un carácter inconfundible y forjado a golpe de herrero sobre el hierro incandescente. Pasó la infancia en un internado católico del que fue expulsado por su comportamiento rebelde. Se licenció con deshonor en la Marina francesa. Trabajó como camarero, portero, secretario, vendedor… de lo que hiciera falta para ganarse la vida. Hasta que, gracias a su porte y su presencia de atractivo malote, dejó prendada a la actriz Brigitte Auber, la cual le introduciría en el mundo del cine. Pero eso no significó que, a partir de ahí, su vida fuera un camino de rosas. Después de consagrarse en el cine gracias a películas como El talento de Mr. Ripley, Amoríos, El Gatopardo, El tulipán negro o ¿Arde París?, el actor se volvió a ver involucrado en otro asunto escabroso, cuando menos. Mientras rodaba el thriller La piscina, con Romy Schneider, el guardaespaldas de Delon, fue encontrado muerto en un basurero del pueblo de Élancourt, cerca de París. La policía investigó a Alain Delon junto con el gánster corso Francois Marcantoni, precisamente por una carta que el guardaespaldas fallecido, Markovic, envió a su hermano Aleksandar en la que escribía: «Si me matan, todo es por culpa de Alain Delon y de su padrino Francois Marcantoni». Al parecer todo tenía que ver con una serie de denuncias sobre fiestas sexuales en las que participaron celebridades como Delon y miembros del gobierno como el ministro francés Georges Pompidou. Por supuesto, a pesar de ser un escándalo en toda Francia, todo quedó perfectamente tapado, o quizá la palabra adecuada sería decir enterrado. No se juega con los hombres duros y atractivos, y Alain Delon lo era tanto en la pantalla como en la vida real.
Por todo ello, lo que más me ha llamado la atención de la trayectoria cinematográfica de Alain Delon es la película dirigida por Luchino Visconti e inspirada en la novela Il ponte della Ghisolfa del novelista Giovani Testori. Dicha película titulada Rocco y sus hermanos, narra la historia de una viuda de Lucania, hoy conocida como Basilicata, una región al sur de la Italia profunda y meridional. Una mujer que, tras quedarse viuda, decide emigrar hacia el norte, hacia Milán, con sus cinco hijos, en busca de un futuro mejor, lejos de esas tierras áridas que no dan fruto alguno. Lo sorprendente en la película es que Alain Delon no interpreta el papel del hermano díscolo, el que está más cerca del infierno que de la rectitud del paraíso. Al contrario de lo esperado, Delon se auto dibuja como un chico noble, inocente, y hasta apocado y tímido, e incluso incauto, que se deja engañar una y otra vez por su propio hermano, amigo de la buena vida, del juego y las prostitutas. En mitad de un mundo de chulos, de vividores, de avarientos ignorantes aparece la figura de Delon como la de una Santo en mitad de un martirio, metáfora de la viva imagen de Jesucristo. Un tipo inocente, que no conoce la maldad y que se permite dar consejos como que «todos podemos arreglar nuestras vidas», a una mujer que acaba de salir de la cárcel, mientras se toma un café con ella. Un tipo que se hace cargo de las deudas contraídas por su hermano, un nefasto boxeador.
Sin duda alguna, el papel interpretado por Delon rompe con esa imagen el enfant terrible y a base de penalidades se moldea en barro como en una especie de mártir, capaz de soportar desgracias sin fondo, caminante de pies descalzos en mitad de la miseria y la ruindad de las almas humanas. Tal es su beatificación que, sin darse cuenta, termina siendo causante de terribles daños por esa proclividad cristiana a poner la segunda mejilla. Por ese perdón insensato de la maldad sin fin en la que nos educó durante muchos años la Iglesia que, más que perseguir al culpable, se preocupaba por buscar motivos de perdón y protección de la familia, aunque en esta hubiera un criminal.
Las velas encendidas, los rosarios, las imágenes de Santos en cerámica y barro forman parte de la escenografía de Visconti en la película como una atmósfera de perpetuo dolor. Una penitencia que se impregna en los ropajes de cada uno de los actores que deambulan por los pasillos de paredes desconchadas, de calles en penumbra como sus propias vidas mancilladas.
Con Rocco y sus hermanos se me ha borrado de un plumazo la imagen perfectamente consagrada en Hollywood de ese latín lover de mirada penetrante y azul intensa. Ahora, también cabe en la interpretación de Alain Delon el azul límpido del cielo, de ese cielo que quizá decida abrirle las puertas tras haber llegado su momento.
Quién sabe si la Santa Iglesia, esa que cree tener las llaves de las puertas del cielo, perdonará su arrogancia al haber pedido, dos años atrás, su suicidio asistido en Suiza. Esa última y valiente voluntad que no le dejaron cumplir para evitar su agonía por culpa de un cáncer y dos ictus.
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