Es la segunda vez que suena la campanilla por vía electoral, para que sirva de llamada de atención también a los más altos mandatarios, es decir, a los situados por encima de la UE. En este caso, utilizando un símil sobradamente conocido, resulta no ser la autoridad tradicional la que llama al orden en la sala, sino esos otros a los que la elites tradicionales califican, en privado, de populacho y de ciudadanos, en público, entiéndase, los votantes, a los que no se les reconoce su autoridad. Pese a los avisos, los jerarcas políticos continúan a lo suyo, sin prestar la menor atención, porque están plenamente convencidos de que nadie puede enfrentarse a su poder, mucho menos las masas y, en este caso, los que acuden a votar para dar fe de su presencia formal en la política, permitiendo que otros hagan de hecho su particular política.
Evidentemente, los que controlan el dinero están destinados a dominar el mundo a todos los niveles, pero no deben pasar por alto que la fuerza última que permite consolidar su poder son las personas; en este caso, los consumidores, en el terreno económico — que es el que les sirve de soporte del negocio—, y en la política, los ciudadanos —que sumisamente aceptan sin rechistar sus decisiones—. No obstante, en el primer plano, la relevancia de aquellos es escasa, porque han sido debidamente adoctrinados para el mercado, donde el marketing comercial cumple eficientemente su labor para que las empresas les exploten convenientemente. En el segundo, sucede lo mismo, porque también juega un importante papel el marketing político, auxiliado por los avances tecnológicos que permiten llevar la voluntad de la ciudadanía, sin que lo perciba, del lado de sus conveniencias. De tal manera que engrandecidos aquellos por la soberbia del poder, no experimentan signos de preocupación e incluso no se atienen a la autoridad de la campanilla que han hecho sonar los votantes. Para que no se diga, se limitan a alertar de las maldades de quienes no comulgan fielmente con su doctrina y ponen esos cordones sanitarios de moda a la discrepancia, con la finalidad de aislarla para que no se salga del recinto y tratar de que sus aspiraciones, reflejadas en el voto, quede en agua de borrajas.
Pese a que se trate de no dar demasiada cuerda mediática al asunto de fondo, lo que está en juego con tales llamadas de atención es que, de un lado, se deja ver que no hay una total entrega a las exigencias del negocio de la globalización. Mientras, del otro lado, habida cuenta de que se trata de un producto de vanguardia en la estrategia de dominación del capital y un excelente medio para sus fines universalistas, no es de recibo oposición alguna al modelo impuesto. Para ganar seguidores, se ha creado un ambiente de falsas libertades, lo que es bien recibido por la mayoría, aunque no sea consciente que solamente se trata de publicidad para animar el negocio. Situados en el plano real, el hecho es que, más allá de intereses y florituras, la globalización no compatibiliza con la idea de Estado-nación, porque su soberanía se entiende como un estorbo que es preciso eliminar. Las mentes despiertas, han entendido su auténtico sentido y algunos votantes no parecen estar por la labor de tragar con lo que se le eche. Por lo que estos toques de campanilla vienen a decir que las gentes empiezan a despertar del letargo consumista, que políticamente les deja desamparados y a merced de exigencias foráneas, limitándose, por ahora, a hacer tímidas llamadas reclamando volver a sus orígenes y tratar de que el pueblo sea soberano en su propio país.
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