I En un pequeño rincón del mundo, Marta había desarrollado una habilidad peculiar: hablaba poco, pero cuando lo hacía, cada palabra parecía gravitar hacia los oídos con una precisión quirúrgica. No era que temiera hablar, sino que había aprendido con los años que las palabras, como los cuchillos, pueden cortar en ambas direcciones. Decía lo justo y necesario, dejando que el silencio se encargara del resto. Nadie sabía si su economía verbal era fruto de la sabiduría o del miedo, pero Marta sabía que, cuando llegara el momento, lo diría todo.
II A lo largo de su vida, Marta había escuchado muchas palabras vacías. De esas que se pronuncian porque el ruido se confunde con la importancia. Todos hablaban y hablaban, lanzando oraciones sin freno, pero nadie decía nada de fondo. Marta, en cambio, se preguntaba en silencio cuánto de todo aquello que escuchaba era realmente suyo, cuántas ideas repetía por costumbre, cuántas creencias había adoptado sin cuestionarlas. Tal vez las palabras ya no tenían sentido porque, antes de nacer, ya estaban contaminadas.
III Suelta las palabras sin miedo, conoces bien su poder. Primero surcan los aires en línea recta, parecen inofensivas, tranquilas, pero luego se retuercen, rechinan, regresan, bofetean o acarician, según su origen y su llegada.
Desata las palabras, pero antes, vacúnalas contra la enfermedad del mundo, porque podrían estar contaminadas, infectadas de prejuicios, ese veneno sutil que se cuela en la mirada, en el cerebro, en la sangre.
Quizá la ignorancia, esa vieja sombra, aparezca y aseste un golpe certero a tus dichos. ¿Qué podrás hacer entonces si el veneno invade el torrente y se instala en el centro de mando?
Avienta tu habla sin temor, pero antes, antes de que retumben en ti como un eco oscuro de culpa, fíltralas, purifícalas, quítales la crudeza, desparasítalas, y luego, suéltalas y despídete de ellas, porque si lo hiciste bien, no perturbarán tu sueño de madrugada. (Hazlo bien. APR. Agosto, 2024)
IV Cuando Marta escuchaba las palabras regresar en la boca de los demás, notaba que, aunque el sonido había cambiado, el veneno permanecía. Un día, decidió que no hablaría más de la cuenta. No se trataba de quedarse muda, sino de medir las palabras como un alfarero mide el barro. Cada sílaba era moldeada, filtrada y, si no servía, simplemente no era dicha. Marta ya no hablaba por hablar. Decía lo esencial, y con eso era suficiente. Sus amigos notaron el cambio, aunque nunca comentaron nada. Sabían que las mejores conversaciones con Marta ocurrían en el silencio.
V Con el tiempo, Marta comprendió que, más que las palabras, lo que realmente importaba era el murmullo que quedaba en el aire después de que todos se hubieran callado. Aquello que no se dijo tenía tanto peso como lo que se pronunciaba en voz alta. En su quietud, Marta encontró la verdadera libertad: la de saber cuándo hablar y, más importante aún, cuándo callar. Marta te mira mientras lees esto.
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