Creo que, gradualmente, la desmemoria se impone a la memoria. No me refiero a la memoria histórica, o democrática, que constituye otra cuestión a tratar, así como otro debate, sino al recuerdo en general. Está más o menos contrastada, a través de variados experimentos psicosociales, la explicación de cómo alteramos la remembranza de los hechos vividos, pues nuestra evocación depende de cuestiones relacionadas con la percepción y, asimismo, con la gestión posterior de lo percibido, y juegan en ello un papel considerable las emociones o los afectos, por no hablar de la disonancia cognitiva, que nos puede conducir al autoengaño, y este último afecta, de manera especial, a la organización de los recuerdos.
Pero, aparte de todo ello, se tiene la impresión de que cada vez nuestra memoria se vuelve más errática. En relación con ello, Bruno Patino, periodista y escritor galo, publicó “La civilización de la memoria de pez” (Alianza Editorial, 2020), ensayo en el que se afirma: “Nueve segundos. A eso ha quedado reducida nuestra capacidad de atención en el mundo contemporáneo: somos una sociedad incapaz de mantener la concentración más allá de la excitación inmediata del último tweet”. Sospecho, no obstante, que los recuerdos de usar y tirar son anteriores a la era digital, pues ya la denominada Galaxia McLuhan fue caldo de cultivo de ese mismo fenómeno en los mass media; igual más de nueve segundos, pero origen indudable de nuestra actual memoria de pez, progresivamente más breve y condicionada. Pero es cierto que, cada vez más, nos centramos en un asunto o noticia, para olvidarlo con rapidez inusitada.
Tal vez lo más problemático de todo esto es que nos vamos volviendo incapaces para relacionar lo de antes con lo de ahora. Me explico. Nuestra inteligencia establece correspondencia entre hechos, sucesos o sensaciones presentes, pero asimismo lo hace, o lo hacía al menos, entre hechos, sucesos o sensaciones presentes y pasados, o pertenecientes todos al pasado. Pero, claro, la memoria de pez citada más arriba impide deducir concordancias o relaciones causa efecto cuando las mismas se insertan en el tiempo. Ello nos hace crédulos a la fuerza; disponemos de una memoria auxiliar y externa, almacenada en el universo digital, y a la que podemos acceder desde nuestros dispositivos al uso, pero disipamos la otra evocación, la que reside en el cerebro y permite inferir conclusiones de manera simultánea. No nos queda otra, por ello, que asumir los que nos dicen, pues no tenemos claro si el año pasado, o el mes pasado, llovió o hizo calor, ni cual era la situación respecto al asunto que sea. Solo rememoramos esos hechos puntuales elevados a gran cuestión del siglo y que desaparecen de los medios y las redes en pocas horas o días.
Baudrillard, el pensador francés, trató, ya en la década de los noventa del pasado siglo, sobre lo que calificó como disolución del principio de realidad y caída en el principio de simulación. Lo denominó cultura del simulacro. Lo pensó sobre todo en relación con los medios de comunicación tradicionales, pero adquiere, en este presente de la memoria de pez, una relevancia innegable. Ya no se trata solo de simulacro, en el sentido de aceptar como real lo impostado a través de los medios y las redes, sino de extender ese simulacro a nuestra realidad de cada día. Si no recordamos, o no relacionamos unos recuerdos con otros, no distinguiremos la realidad de lo inventado, e iremos diseñando, o nos irán diseñando, una realidad paralela. El objetivo será, lo es ya, convencernos del simulacro de cada día, encumbrando una realidad sin accidentes, en el sentido de la filosofía escolástica, y constituida solo por una sustancia (como la de la transubstanciación del dogma católico), en cuya existencia acabaremos creyendo al margen de lo que vean nuestros ojos, al tiempo que irá decreciendo el número de quienes se atrevan a observar que el rey está desnudo. Ese es el camino, tal vez la hoja de ruta, mucho más allá de la simple memoria de pez a la que aludíamos.
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