Da que pensar la tibieza de las reacciones europeas frente al evidente fraude electoral cometido en Venezuela, para perpetuar la dictadura chavista. Mi impresión es que no se aborda a fondo la violación de derechos humanos fundamentales, cuando se comete por gobernantes sedicentes izquierdistas. Y este uso y abuso de dos varas de medir perpetúa la injusticia, porque las mayorías democráticas no son proclives a la violencia; tendrán que acabar reconociendo que sólo la fuerza puede derrocar esos sistemas dictatoriales del mundo moderno: su fe en la voluntad popular manifestada en elecciones libres desaparece en cuanto se alzan con el poder.
La experiencia muestra que en la América de habla española han caído en la segunda mitad del siglo XX dictaduras militares como las de Argentina o Chile, pero parece imposible derrocar las de Cuba, Nicaragua o Venezuela. Al contrario, crece a diario la violenta represión de cualquier disidencia, como acaba de comprobarse en los tres países.
Las dictaduras se han justificado siempre por razones que hacían comprensible su aceptación popular, ya desde la República romana, con mayor motivo si iban acompañadas del clásico panem et circenses. Y eso que en América no se daba el riesgo -contra el que advertía Alexis de Tocqueville- de que “las personas prefieran la igualdad en la servidumbre a la desigualdad en la libertad”. En términos más dramáticos, lo expresó Dostoievski en la leyenda del “gran inquisidor”: “Al final pondrán su libertad a nuestros pies y nos dirán: Haced de nosotros vuestros esclavos, pero alimentadnos”.
|