I En una ciudad siempre agitada, donde la gente apenas notaba los detalles, un hombre pasaba desapercibido. Sin nombre, sin prisa, caminaba con su cuaderno gastado bajo el brazo, dejando pequeños papeles con versos escritos. Nadie sabía quién era, pero algunos lo llamaban “el poeta del silencio”. Los pocos que recogían esos fragmentos de poesía encontraban algo que resonaba en ellos, como si esas palabras, simples y modestas, estuvieran ahí esperando ser leídas en el momento justo.
En la cafetería de la esquina, la dueña, acostumbrada a la rutina, encontraba esos papeles cada mañana. No les prestaba mucha atención al principio, pero una vez leyó uno: “La vida no grita, pero susurra verdades que preferimos no oír”. Desde entonces, algo en ella cambió, aunque no lo admitiera.
II El poeta no buscaba reconocimiento. Sus versos eran simples, pero cargados de una verdad silenciosa. Los dejaba en las bancas de los parques, entre las páginas de los libros en la biblioteca, o a veces los sujetaba en las ventanas de las tiendas. Un día, un joven que pasaba apurado encontró uno que decía: “No por ser modesto un verso deja de transformar”. Lo guardó en su bolsillo sin pensarlo, pero esa frase lo acompañó por el resto del día.
Las palabras del poeta eran como semillas que caían en terreno fértil sin que él lo supiera. No buscaba que sus versos cambiaran al mundo, pero de alguna forma lo hacían, en pequeños momentos, en las vidas de quienes, sin buscarlo, los encontraban.
III No todos aceptaban esos versos. Algunos los tiraban sin leerlos, irritados por la simpleza de las palabras. “¿Qué puede enseñarme un poema humilde?”, decía la dueña de una lavandería mientras barría el frente de su negocio. Pero, aunque lo negaba, guardaba uno de esos papeles en su delantal. “El miedo que callas es la voz que te habla cuando duermes”. Esa frase, por más que lo intentaba, no se le iba de la cabeza. No entendía del todo por qué, pero cada vez que lo leía, algo en su interior se removía.
Los versos del poeta, aunque humildes, tenían una manera de incomodar a quienes los leían, porque confrontaban verdades que muchos preferían ignorar.
IV Con el tiempo, la gente comenzó a hablar del "poeta del silencio". Algunos decían que lo habían visto en los parques, otros aseguraban que nunca existió y que los versos eran obra del azar. Pero quienes se detenían a leer sus palabras sabían que, fuera quien fuera, había dejado una huella. Un trabajador del mercado encontró una frase pegada a la pared: “Es más fácil caminar con los ojos cerrados, pero cuando los abres, todo cambia”. Esas palabras lo persiguieron durante días, haciéndole cuestionar su propia vida.
El poeta nunca fue visto claramente. No importaba quién era, lo que quedaba eran sus versos.
V
Hay poemas de belleza diferente, los eruditos los despedazan con precisión, porque buscan la perfección en la forma y se pierden de su esencia.
Hay versos que son medicina suave, no cortan la piel ni arrancan lo que duele, y aun así, sanan lo profundo, lo invisible; son sombra en el desierto, palmada en el hombro de quien camina solo, fuego que enciende la esperanza cuando el invierno cala los huesos.
No por ser humildes dejan de inquietar. Son la voz que se alza sin estruendo, el alma que no se rinde. Resistencia silenciosa, canto que despierta al alma dormida como un eco en medio del sueño.
Son versos que algunos temen escuchar, porque llevan la verdad en su raíz, son canto de lucha y consciencia, la chispa que arde sin mostrar su llama y toca el corazón sin pedir permiso.
Así, estos poemas no necesitan aplausos. Son compañía en la noche más oscura, una mano que tiembla en el aire frío y, sin embargo, bastan para alumbrar el camino del que busca respuestas sin reflectores.
(Poemas de corazón modesto. APR. Septiembre, 2024)
VI Una mañana, la banca donde solía sentarse apareció vacía. Nadie supo adónde se fue el poeta.
VII Pequeños papeles con versos sencillos siguen apareciendo en las calles. Uno de ellos está en tu cartera.
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