Ser buen ciudadano significa que seamos virtuosos guardianes de todo lo que nos circunda y tiene vida, comenzando por nosotros mismos en la ayuda. Sin embargo, cuando se desgarra este afán y desvelo, suele producirse un cambio de aires verdaderamente deshumanizador e inhumano. Nuestro semejante, que deberíamos proteger y amar, se convierte en el adversario a combatir, generando un clima de violencia y de enfrentamientos, que nos dejan sin palabras. Y así, como si fuese algo normal, continuamos sembrando destrucción, dolor, muerte. Nada puede justificar estos actos, necesitamos prevenir este aluvión de atrocidades, comenzando por preservar el ordenamiento jurídico internacional, los derechos humanos, así como la distintiva existencia silvestre.
Nuestro linaje humano tiene que dar continuidad de supervivencia, lo que nos demanda reorientar rápidamente su brújula moral hacia la justicia y la libertad para todos y en todo el planeta, para que indivisos tengamos la oportunidad de vivir con igual dignidad y autonomía. Para subsanar esta enfermedad mortecina, precisamos adentrarnos mar adentro en nuestra propia conciencia, reencontrarnos y acabar con el sonido de las armas. Pienso en los niños, en tantas gentes huérfanas y desamparadas, en el daño esparcido, que no puedo por menos que hacer una llamada a la reconstrucción, a través de esas afluencias dispuestas a extender el abrazo para infundir aliento. Quizás tengamos que salir todos de nuestros intereses personales, pues comencemos por uno mismo.
Verdaderamente, requerimos sumar latidos conciliadores, reunir pulsos que armonicen, abrirnos al diálogo, que la concordia se afianza únicamente a golpe de corazón, no separada de los deberes de justicia, sino alimentada por el sacrificio de cada ser humano por minúsculo que nos parezca, convirtiéndonos en ciudadanos de bondad, bien y clemencia. Se está condenando a los más indefensos, una y otra vez, a un sufrimiento, horror y expiración inimaginables. Los desplazamientos incesantes, los persistentes bombardeos, sumado a las continuas restricciones al acceso de ayuda humanitaria, nos están dejando sin espíritu humanitario. Ojalá aumente el número de observadores, para dar una respuesta a esta locura mortecina.
La ceguera es tan fuerte y expansiva, que también nuestro natural entorno viviente, requiere de custodios en la lucha contra la pobreza extrema, el hambre y la acción climática. En efecto, uno debe ser el guardián de su espíritu. El éxito de toda batalla anímica se juega en su comienzo, en la capacidad para interrogarnos y poder discernir aquella realidad que nos fraterniza, huyendo de este modo de los vacíos y de los vicios. La humanidad tiene que sentirse familia, encontrar sus vínculos; sólo, de este modo, podremos fortalecernos y estar atentos, para no ser presa fácil de una sociedad convertida en un auténtico manicomio, que aún no ha llegado a valorar la vida, de la que todos formamos parte y, a la vez, somos acción. Al fin y al cabo, hay que rehacerse y nacer cada día.
Sí, renovarse es fuente de vida; y, cada ser, es el depositario de su fuente. Debe serlo. Para conseguirlo hemos de renunciar al orgullo, a ese afán dominador que nos aplasta, volver a la humildad, para obtener el tesoro de la paz e instaurar la civilización del amor. En consecuencia, aquellas partes en conflicto han de aprovechar las opciones diplomáticas puestas sobre la mesa, no los artefactos que tienen a su lado, que pueden convertirse en un juego de probabilidades tan terribles como temibles. Por consiguiente, tan solo una vida ofrecida a los demás merece ser vivida. No podemos desmembrarnos. Somos el mejor concierto de la creación y, como tal, tenemos que armonizar un nuevo orden poético, nunca de poder, ya que la verdadera vida de cada uno está impresa en la de todos.
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