Turismo de calidad. No he visto frase más desafortunada. Dícese de aquel turismo que duerme en hoteles caros, come en marisquerías famosas y cena en restaurantes caros. Compra en tiendas exclusivas, pasea por las calles principales mientras reparte dinero a los viandantes. También vuela en business y conduce un SUV que en vez de humo echa aire perfumado de rosas de Turkmenistán. Es el primero en ser servido en los restaurantes y el que más propina da al aparcacoches ecuatoriano. Las mejores vistas son siempre para él. El primero en ver el mar batiendo en su ventana. Es el último en contemplar como desaparece el sol con cada atardecer. Saluda al sol por la mañana rodeado de bollería, zumo de naranja recién exprimido y café americano con gotas de azahar. De acuerdo con esto, los palestinos de Gaza o los congoleños de a pie nunca serán turistas de calidad. Los mileuristas que madrugamos cada mañana, la señora que vende pescado en la plaza y cada trabajador de la empresa que no hace ruido, no son turistas de calidad. Las enfermeras estresadas de la seguridad social, los trabajadores de la fábrica que va a cerrar y los vendedores de cupones tampoco son turistas de calidad. El soñador que piensa en un piso sin hipoteca y un plato de comida en la mesa, tampoco resulta ser un turista de lujo.
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