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Gerardo Diego y la dualidad de España

El poeta santanderino nace el 3 de octubre de 1896 en el seno de una familia de formación católica, tradicionalista, siendo el último de los siete hijos del matrimonio Manuel Diego y Ángela Cendoya
Vicente Manjón Guinea
viernes, 25 de octubre de 2024, 09:17 h (CET)

En 1925, Gerardo Diego y Rafael Alberti se conocieron cuando cobraban el importe del Premio Nacional de Literatura. Dos personalidades muy distintas comenzarán entonces una amistad difícil unidos por una intención semejante ante la poesía, pero que simbolizan dos ideas opuestas, dos Españas irreconciliables hasta el punto venidero y terrible de una guerra civil. Dos formas muy distintas y distantes de concebir la poesía y la vinculación con la política.


GERARDO DIEGO CON TAL DE


Gerardo Diego nace en Santander el 3 de octubre de 1896, en el seno de una familia de formación católica, tradicionalista. Último de los siete hijos que tuvo el matrimonio Manuel Diego y Ángela Cendoya, siempre mantuvo una postura burguesa y conservadora, como los árboles de Santander, de duras raíces, hijos del Pirineo y de cántabro linaje, que conformaron a su imagen la personalidad del poeta.


Siguiendo ese patrón ejemplar y ejemplarizante, donde la malandanza no tiene cabida, Unamuno le concedió una matrícula de honor en la Universidad de Salamanca. Más tarde, obtendría el número dos en las oposiciones que le permitirán tomar posesión de la cátedra en el Instituto General y Técnico de Soria, donde había estado anteriormente Antonio Machado enseñando francés, y con el primer sueldo se costearía la edición de su primer libro, El romancero de la novia, inspirado en una muchacha bilbaína de la que estuvo enamorado.


En 1927, mientras su escritura se entrelazaba en la alquimia de una simbiosis de posibilidades expresivas entre el pasado y la vanguardia, participará en la conmemoración del tercer centenario de Góngora. Poeta en torno al que se unieron la posteriormente llamada generación del 27.


Pero la agitación sociopolítica que estaba brotando en aquellos momentos en España terminará por arrastrar a todos y a cada uno de los escritores de esa excelente generación, a algunos con peor suerte que otros, como es el caso inolvidable de Miguel Hernández, el de García Lorca, el de Hinojosa o el de Ramiro de Maeztu; por tirar de uno y otro lado.


El levantamiento militar y consiguiente inicio de la guerra civil sorprenderá al poeta en Sentaraille, residencia de la familia de su esposa Germaine Marin, en Toulouse. Gerardo Diego, que fue uno de los intelectuales que trabajaron por la proclamación de la República, se sentía defraudado en sus convicciones tradicionalistas. Sutil y discreto, serán sus sentimientos católicos los que le hagan involucrarse en una toma de postura. La Iglesia bendecía las armas rebeldes y el saludo fascista, y Gerardo Diego, hermano de dos frailes y una monja, católico practicante, siguió a la Iglesia y aceptó la sublevación como un «plebiscito armado», según decían los cardenales y los obispos en su carta colectiva.


Juan Larrea, poeta y amigo íntimo, escribirá, en una de sus cartas de la extensa correspondencia mantenida con Gerardo Diego, una metáfora que quedará para la historia intentando abrir los ojos al poeta santanderino en su equivocación y desconocimiento: «Don Miguel de Unamuno ha muerto súbitamente en las últimas horas del 31 de diciembre. He aquí, pues, que la encarnación de tu idea de España, con cuanto esto lleva consigo, ha conocido su fin en las postrimerías de una unidad de tiempo, es decir, se ha derrumbado a las puertas del año y de la vida nueva, precisamente en estos instantes en que está ocurriendo la repentina transformación de España».


La aceptación de la dictadura, surgida de la guerra civil, fue en Gerardo Diego más que nada un acto de sumisión a la Iglesia. Una inevitable vinculación de su educación recibida y sus valores tradicionalistas y católicos, tal y como reza uno de sus poemas del libro Versos divinos. El poeta dice haber visto al Señor y clama por creer en él, quizá como cerrando los ojos a los oscuros años de represalias y de sombras vigilantes y de censuras militares. No le queda más remedio que cobijarse en Dios. Tal y como dirá Andrés Trapiello en su libro Las Armas y las letras, Gerardo Diego optó por llevar una vida silenciosa, dedicado a su obra poética.


Pero esa dualidad de la conciencia, esa incertidumbre que evita a un hombre de letras, al arte en sí, comprender las razones mundanas de políticos, dictadores y canallas, llevarán a Gerardo Diego a tomar como refugio la sensibilidad inmune de la poesía.


El escritor decide cerrar los ojos y desde esa tela negra de oscuridad, de sombras fugaces que juegan con los destellos grisáceos y luminosos de la imaginación, moldea sus pensamientos sobre el papel en blanco, floreciendo como un rosal, como el silbido del silencio, y, llevado en versos por la cadencia de los ritmos y de un diapasón, rompe la tranquilidad de lo eterno.


Gerardo Diego buscará en la poesía una evasión hacia lo supremo, un estado de excepción, un ideal de pureza y libertad guiado por la luz de una imagen transparente. La estación de llegada no es otra que un hondo sentimiento, el anhelo del utópico deseo a través un solo y único vehículo: «la palabra incorruptible».


La poesía de Gerardo Diego, presidida por el equilibrio y el sentido estético, busca un alejamiento inevitable de fines serviles y utilitaristas, y por el contrario pretende conquistar la musicalidad sinuosa de una partitura incólume y virgen, como la caricia de la amada. Al poeta solo el amor le guía, como dejará escrito. Ya no se intenta refugiar en el cobijo del paraguas que pueda darle la fe y Dios. Ya no es momento para ello. El reino, su reino en el que nadie puede acceder ni poner limitaciones a golpe de pistola, está gobernado por el amor y por una esperanza que le embriaga y que le da alas para ser tan libre como pueda serlo un ruiseñor en su jaula.


El 8 de julio de 1987, a las doce del mediodía, una bronconeumonía pondría fin a la vida de Gerardo Diego, dejando tras de sí, en un camino allanado por la humildad del trabajo cotidiano y la exploración solitaria de un creacionismo heredado de Huidobro, una obra poética que pretendió tocar con la yema de los dedos el nacimiento mismo de las cosas; la luz del alba.


Siete años antes, acompañado de esa inseparable apariencia de seminarista tímido, tal y como lo calificó Gómez de la Serna, compartiría con Borges el Premio Cervantes de las Letras Españolas como reconocimiento a esa vida dedicada por entero a la poesía. ¿Gerardo o Diego?, le preguntaría Borges… Gerardo Diego, igual da que da igual. La dualidad llevada a su propio nombre.

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