I Silencio, un silencio tan denso que parecía llenar cada rincón. Héctor se detuvo en medio del campo devastado, observando las sombras que la luz del atardecer proyectaba sobre las colinas. El campo, alguna vez fecundo, ahora yacía como una osamenta desnuda, un testimonio de lo que fue y de lo que ya no volvería. Él sabía que no solo era el paso de los años lo que erosionaba la tierra; el tiempo, como un molino implacable, se abría paso entre sus propios recuerdos, dejando un rastro de vacío. "¿Qué queda después de la siega del tiempo?" se preguntaba, intentando hallar algo sólido entre la neblina de su mente. Aquel campo, con sus huertos vacíos y sus palmas huecas, era el reflejo de su búsqueda interna, de un anhelo que parecía inalcanzable.
II Sus pasos lo condujeron hacia un claro donde la tierra, en silencio, comenzaba a germinar nuevamente. Se arrodilló y hundió sus manos en el suelo. Sentía la humedad de la tierra fértil que respondía a cada movimiento, como si un diálogo mudo se estableciera entre sus dedos y la profundidad. La tierra ofrecía respuestas, sí, pero no de una manera evidente. Era como si el silencio de lo oculto susurrara en sus oídos, llamándolo a desentrañar el misterio de su propia existencia. Mientras sus manos acariciaban la superficie del suelo, sentía que ahí, en la humedad y el frío de la tierra, yacían las respuestas que tanto buscaba, esperando, ocultas bajo la capa de lo evidente. Algo en él se resistía a escuchar, como si temiera enfrentarse a lo que ese murmullo podría revelarle.
III Osamenta de la verdad dormida, vaho que permanece tras la bruma. Mira, contempla lo que queda después de la siega del tiempo, los huertos vacíos y el eco distante en las palmas huecas que buscan. La tierra, siempre fértil, ofrece respuestas, aunque nuestros ojos se hundan en la sombra de su profundidad.
¿Dónde se esconde lo que perdura? ¿Qué asiento resiste a la marea del olvido? Nos aventuramos en la penumbra mientras el paso nos lleva, lento, a la depuración de lo que fuimos, a lo que queda tras la luz que disuelve nuestras preguntas.
En el fondo del frío, el hielo resiste a la inevitable disolución, como el alma que se aferra al instante, como quien guarda en silencio el tiempo en sus manos. Es en esa resistencia donde habita el milagro: la eternidad que busca refugio en lo efímero.
Refugio en lo efímero. APR. Octubre, 2024
IV El poema resonaba en su mente como un eco distante, pero constante. ¿Dónde se esconde lo que perdura? ¿Qué permanece cuando la luz de la razón ha disipado las dudas? Él había construido su vida con la obsesión de hallar respuestas definitivas, de anclar la verdad en un marco sólido y perdurable. Sin embargo, ahora se encontraba frente a la paradoja: cuanto más buscaba una verdad inamovible, más se desvanecía entre sus manos, como el viento entre las hermosas frondas.
Caminó hasta una vieja cabaña que, aunque en ruinas, aún ofrecía el abrigo necesario para resguardarse del frío de la noche. Se acomodó en una esquina y cerró los ojos, imaginando que cada exhalación le traía fragmentos de sus recuerdos, de sus preguntas que, con el tiempo, se habían convertido en su única compañía.
V A medida que avanzaba la noche, sintió cómo el peso de sus propios pensamientos lo llevaba lentamente a un estado de depuración. Cada pregunta, cada duda, cada miedo, se iban disolviendo en la oscuridad. La luz de la luna penetraba la cabaña a través de las grietas en las paredes, bañando el lugar con una suavidad fría y plateada.
Sabía que el tiempo había dejado en él marcas profundas, huellas que, más que recuerdos, eran heridas de su constante búsqueda. En esa penumbra, Héctor comprendió que la verdadera respuesta no radicaba en obtener certezas absolutas, sino en aceptar la fragilidad y transitoriedad de cada instante. Era en lo efímero donde la eternidad hallaba refugio, en esa quietud entre el antes y el después, en el vaho que queda tras la bruma.
VI Con el primer rayo del amanecer, Héctor salió de la cabaña. Sentía una paz que hacía mucho no experimentaba, como si el peso de los años hubiera sido sustituido por la levedad de un nuevo entendimiento. Caminó hasta el borde del campo y observó las primeras flores que comenzaban a asomar entre los surcos de tierra. Allí, en ese momento, comprendió que lo eterno se encontraba en la capacidad de cada cosa para resistir su desaparición, en la osamenta que deja la verdad dormida en cada uno de sus fragmentos.
El viento soplaba suavemente, y Héctor sintió que, de alguna manera, el milagro estaba en esa resistencia, en el gesto sencillo y humilde de cada flor que brotaba a pesar de la inevitable siega del tiempo. La eternidad, pensó, no era algo que podía capturarse o retenerse; era, más bien, el susurro de lo efímero, un refugio que nos recuerda, en su frágil belleza, el poder de permanecer en lo transitorio.
Sin decir una palabra, se alejó de aquel campo, dejando atrás el peso de sus preguntas, llevándose solo la certeza de haber encontrado, al fin, una respuesta.
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