Me regalan seis días en Sevilla, en conmemoración de cierto acontecimiento personal, y paso a relatarles lo que me traigo en el zurrón emocional de aquella tierra. Lo haré en sendos capítulos, si me lo permiten.
El presente artículo va de sentimientos, siempre subjetivos, siempre brumosos. Uno daba por hecho que lo espiritual estaba de capa caída, o que incluso agonizaba. Mas aprecio tras estos días que, lejos de ser así, la creencia en lo trascendente sigue en los corazones de la gente en general, y de los jóvenes en particular. Porque sí, muchos de los jóvenes de dicha ciudad destilan fe y esperanza por sus poros: se prenden orgullosos cada día en la solapa su insignia de la cofradía; acuden a misa de domingo engalanados con sus mejores trajes; enseñan catequesis a los niños, como mismamente les fue enseñada a ellos. Y se emocionan ante la imagen de la Virgen que toque, la más guapa del mundo, solo faltaba. Veo en ellos gente normal, si por tal puede entenderse una vida plena en lo ético y en lo estético.
También he visto otros jóvenes (algunos no tanto), estos afectados de trisomía, más de los que haya podido ver allá en el [descreído] norte. Digo yo que por algo seré una cosa y la otra. Son muchachos felices. Entusiasmados ante el paso de la Señora, un escenario que entienden desde su particular visión del universo, igual que lo entendemos todos, vaya.
Regreso a mi ciudad con el íntimo convencimiento de que pasé unos días en una suerte de Reserva Espiritual de Occidente. Cuando el nihilismo moral haya arrasado las más firmes creencias en otros lugares, seguirán en Sevilla las esquinas decoradas con azulejos marianos, continuarán las iglesias morando cada recodo del barrio de Santa Cruz, o de Triana, o los escaparates de la calle Sierpes presididas por un Jesusito sonriente.
Supe de palabras de cuño local: de un quillo, de una petalá, de un rebujito. Si no idioma, parece claro que cada sitio tiene su propio lenguaje. Y se venera por aquellos lares el arte todo, pues todo andaluz porta una guitarra bajo el brazo, acaso nacen con ella, y unas manos que al escuchar un tarantantán se arrancan por palmas hasta la madrugá.
Vi la procesión del beato Ceferino (alias El Pelé), primer mártir gitano reconocido por la Iglesia, fusilado en aquel julio tórrido por salir en defensa de un feligrés que se negaba a dejar de rezar el rosario, allá en Barbastro. ¡Hasta los curas hicieron de palmeros entre guitarras y los gemíos! El obispo de Huesca, llegado para tan noble ocasión, no daba crédito. El Pelé era tratante de ganado ―confieso que poco me agrada el oficio, pero esa es otra historia―, y cuentan que jamás hizo un trato deshonesto. También que prestaba especial atención a los niños, a quienes leía la Biblia en sus ratos libres, por que aprendieran lo que para él suponía su alimento espiritual y su legado moral.
Como sé bien que estas cosas no responden a la corrección política que hoy destila cualquier comunicado, lo suelto aquí a los cuatro vientos, para que quede constancia. Y prometo para mis adentros que volveré más pronto que tarde a la vieja Hispalis, por ver lo que esta vez quedó pendiente, y sobre todo por comprobar si podemos albergar cierta esperanza.
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