Lo que parecía una buena noticia –la llegada, por fin, de las lluvias- se ha convertido en unos días muy tristes para todos los españoles. Esta vez las inundaciones no se han producido en la India. Ni los tornados han asolado las praderas del lejano oeste americano. En un largo día de finales de octubre, unas cataratas de agua, procedentes de la maldita DANA, han arruinado la vida de una buena parte de nuestra España. Han llegado a mi memoria las inundaciones de Valencia (Turia 1957), Sevilla (Tamarguillo 1961) o Málaga 1989. La presa de Tous en 1982. Curiosamente las cuatro en Octubre-Noviembre. Han servido para hacer obras públicas y diversas mejoras. Pero persisten los problemas cuando se le hinchan los morros a las nubes. Aun están buscando en Valencia entre tantos y tantos desaparecidos a uno de mis antiguos jefes. Las calles levantinas y manchegas se encuentran llenas de familias, que caminan como zombies, en busca de la estabilidad familiar y económica perdida. Los dirigentes de los diversos estamentos comienzan a echarse las culpas unos a otros. Mientras se discute si son galgos o podencos, la gente busca desesperadamente la solución a lo imposible de solucionar. Sigo pensando en la soledad de los mayores. Esos muchos a los que les ha llegado la muerte a causa de no tener quien les ayude. Estos momentos nos hacen recapacitar en la falta de compañía que sufren bastantes de ellos. A los mayores se les ha solucionado en parte la situación económica con las pensiones. Pero la soledad es harina de otro costal. Lo valoramos especialmente aquellos que tenemos la gran suerte de tener quien nos acompañe en la última etapa de nuestras vidas. Solo nos queda el dolor, la oración y la solidaridad. Y el deseo de que cada día haya menos mayores solos. En vez de venir a sus duelos, deberíamos acompañarlos en sus últimos años de vida.
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