“No vengo a insultar a Pedro Sánchez, vengo a ganarle”. La frase de Alberto Núñez Feijóo a principios de marzo de 2022, cuando los barones del PP se cargaron a Pablo Casado, es tal vez la mayor mentira en la política española desde el 11M. La campaña por derribar, al precio que sea y de las maneras que fueran, al presidente del Gobierno no tiene precedentes en la política española. Ni cuando el PSOE de Felipe y Guerra le intentó hacer la vida imposible a Adolfo Suárez, ni cuando Aznar y su entorno mediático convirtieron el “Váyase, señor González” en un dogma, se llegó ni a la mitad de lejos de ahora.
Los incidentes del domingo en Paiporta –tras la pésima gestión institucional de llevar políticos al quilómetro 0 de donde mayor se visualiza el desastre de la Administraciónenla tragedia valenciana– es el último eslabón de una campaña sin tregua. Ilustran la dimensión del acoso y derribo al que la derecha está sometiendo a Sánchez. El objetivo de las protestas organizadas por los ultras –que no la espontáneas y justificadas muestras de rechazo de la población local–no era el Rey y su familia. Ni tampoco lo era Carlos Mazón, auténtico responsable de la negligencia que envió a centenares de valencianos a la muerte por no hacer caso de las predicciones de los profesionales. El objetivo, a toda costa, era el presidente del Gobierno, el perro al que la derecha se niega a reconocer no sólo políticamente, sino en su correspondiente faceta institucional.
Desde que en mayo de 2018, Pedro Sánchez presentase la moción de censura a Mariano Rajoy, con el apoyo de Podemos y de nacionalistas e independentistas, su figura se ha convertido en la diana de las diferentes dimensiones del conjunto de la derecha: la extrema y la supuestamente moderada, pero también la mediática (la convencional y la de la industria de los bulos), la judicial y la que representa lo que se conoce como el Deep State. Para todos ellos, Sánchez es alguien que les ha usurpado la representación del Estado, que, según su particular visión del mapa nacional, les pertenece por condición. Sánchez es un intruso que, además, ha logrado algo a lo que debería ansiar cualquier nacionalista español: que los independentistas catalanes y vascos participen en la política nacional. Lo ha hecho, sin duda, más por interés que por convicción, pero el resultado es a todas luces positivo para todas las partes, excepto paralos intereses electorales de sus oponentes.
A la derecha le importa bien poco que los independentistas del Procés logren la amnistía, a pesar que pongan todas las trabas políticas y judiciales posibles. De hecho, la amnistía es algo que al PP le beneficia, ya que, si en un futuro debe entenderse con Junts y el PNV, necesariamente este capítulo ha de aparecer resuelto, y mucho mejor para ellos si se lo soluciona otro. Lo que no consiguen aceptar es que pueda haber escenas en la política o en la economía española que resulten beneficiosas para el conjunto de la población y que puedan llevar el sello de alguien al que odian sin límites. Por este motivo, el PP intentó obstruir el bono ibérico que los gobiernos español y portugués lograron en la UE en septiembre de 2022 y que evitó un encarecimiento desproporcionado del consumo energético, como sucedió en otros países de Europa.
El PP de Feijóo podría haber elegido el camino de la CDU, la derecha moderada alemana, que ha marcado una línea intraspasable respecto a los ultras. O el de los Les Républicains franceses, comprometidos con el legado de De Gaulle y los valores democráticos y de progreso que encarnó la figura del general que plantó cara al régimen de Vichy. Pero, en cambio, han optado por participar pasivamente en el entramado de las diferentes capas de la derecha más irresponsable que tiene por misión destruir Pedro Sánchez para alcanzar el poder cueste lo que cueste.
“El que pueda hacer, que haga”, decretó Aznar para intentar parar la amnistía. Y la maquinaria de la derecha se puso a trabajar de manera coordenada y con distribución de competencias. Es un asalto al Estado de Derecho, al poder del Ejecutivo y al del Legislativo. Y, al mismo tiempo, un órdago a la estabilidad, que aprovecha cualquier situación, como ahora los efectos de la Dana –en los que la pésima actuación de la Generalitat valenciana ha resultado terriblemente mortal– para lanzarse al cuello del presidente del Gobierno.
2024 se está convirtiendo en un viaje a 2004, cuando las mentiras del 11M constituyeron el bumerán más acusado de la historia reciente de España. Pero en el fondo se trata de una marcha atrás hasta 1936. Desde el mayor extremo posible, se han propuesto derrotar a la otra España, encarnada por Pedro Sánchez, al precio que sea.
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