I Eva y Luis se miraron al borde de un puente donde las aguas, como ellos, se encontraban y entrelazaban sus destinos. En la quietud del atardecer, los dos eran tan opuestos como el día y la noche, pero en ese momento, sintieron que el mundo comenzaba a partir de allí, sin memoria de caminos previos, sin el peso de las decisiones antiguas. El río era un espejo de sus deseos, de las luchas internas, de sus ansias de algo nuevo, de algo que no requería justificaciones ni promesas.
II La conversación fluía como el agua, sin rumbo fijo. Ambos sabían que el tiempo era limitado, que cada palabra, cada gesto, era efímero. Ella hablaba de sus sueños, de un futuro sin planes establecidos. Él escuchaba, fascinado por la intensidad con la que ella se entregaba a cada palabra, a cada pausa. En el roce de sus manos, sentían la fuerza de lo inevitable, de lo que no necesita destino ni finalidades. Sabían que estaban en tránsito, que esa unión, fugaz como era, tenía la consistencia de lo eterno.
III El silencio cayó entre ellos, un silencio lleno de significados y de deseos no expresados. Allí, en la quietud, era imposible capturar el momento, domarlo, hacerlo suyo. Luis comprendió entonces que había lugares, como aquel, donde las miradas y las palabras solo arañaban la superficie de lo inasible. Eran un murmullo sutil, una sombra fugaz de lo que ambos intentaban ser, y aún así, ese silencio era el vértice de algo que no podían nombrar, algo que, en su caída, se desvanecía.
IV “¿Estamos buscando algo que se pueda tocar?”, preguntó Luis, rompiendo el silencio con un susurro. Eva lo miró, con esa profundidad en la mirada que parecía venir de algún lugar remoto. “Quizá solo buscamos una danza, un cruce de caminos que no necesita poseer nada, solo ser”. En sus palabras, ambos encontraron la verdad de lo intangible: sus manos se tocaron nuevamente, y en ese cruce se liberó algo, una forma que solo ellos podían ver, un destello de eternidad, un deseo que no pedía respuestas.
V Este es el punto donde las aguas —dóciles y rebeldes a la vez— se abrazan y se reconocen, cual si el mundo empezara aquí, sin memoria de caminos ni pretextos.
En el encuentro, las fuerzas desdibujan límites, el paso incierto se vuelve firme, sin promesas ni finalidades, solo el tránsito, el roce efímero que sabe de su partida inminente.
El vértice se erige en silencio, donde la mirada no domestica, donde el intento por capturar la esencia es apenas una sombra, un murmullo sutil que al caer se desvanece.
¿Es esta la búsqueda de un cuerpo? ¿O la danza de una pureza sin materia? Así, cada cruce libera su forma, y solo queda lo inasible, ese deseo de eternidad que no busca respuestas.
Entonces avanzan, las corrientes, cargando el peso leve de la belleza que no puede atarse, como si el alba, en su tímido destello, fuera el único testigo que perdona.
Vértice. APR. Octubre, 2024.
VI Cuando el amanecer comenzó a pintar el cielo con su luz tímida, Eva y Luis supieron que era momento de partir. La belleza de ese instante era un peso leve, una verdad que no podía atarse. No necesitaban llevarse nada, pues el vértice de su encuentro quedaría en el río, como si el alba, testigo silenciosa, les ofreciera un perdón sutil, un respiro. Mientras se alejaban, con el recuerdo todavía vivo, supieron que ese momento, ese vértice donde las aguas convergen, seguiría existiendo en algún lugar dentro de ellos, inasible y eterno.
Nueve meses después parte de lo invisible vio la luz de aquel encuentro.
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