Septiembre es de esos meses que, pese a lo aparentemente inofensivo de su naturaleza, marcan una trascendencia clara en el año. El noveno mes cumple la función básica de devolvernos a la realidad en todos los sentidos. También en el ámbito de la política y de las relaciones internacionales.
Las citas son profusas: en clave nacional, la apertura del curso político en las Cortes Generales; en la órbita europea, discurso sobre el estado de la UE -este 2024, más bien marcado por la nueva legislatura- y, en otra escala, la Asamblea General de Naciones Unidas.
Concretamente, la alocución que ofreció su Secretario General, era, quizá, por olvidada y empolvada que ya parezca, una de las citas más esperadas de este año, al que no le quedan ya muchas semanas para despedirse.
No es para menos: la guerra de Ucrania se encuentra en una fase algo estancada; la inflación sigue azotando cruda e intempestivamente en el orbe; el conflicto -el árabe-israelí- carece, al igual que ya ocurriera en tantas otras ocasiones, de visos de solución corto, medio y largoplacista. Ello, revestido por unas desigualdades a priori latentes, pero muy latientes.
Pone la guinda en el pastel el cambio climático, catalizador de tragedias y desastres que se multiplican por doquier y que son los responsables negligencias gubernamentales derivables aparte- de episodios como el que se han cebado reciente e injustamente con gran parte de la provincia de Valencia y otras zonas del este de España. Un episodio funesto que, a la sazón del discurso de Guterres, no se había producido.
En este sentido, la proclama pronunciada en este marco por António Guterres, ante la mirada de circunstancias de la pléyade internacional, es esclarecedora, incluso deja un regusto agridulce en la conciencia.
Guterres trajo a colación el espectro de las dos guerras mundiales, como elemento digno de disuasión para evitar una escalada de tensión. Si la ONU existe, es para recordarnos que los polvorines de guerras son constantes y, hoy día, demasiado ubicuos y debe trabajarse en su neutralización.
Quizá, haciendo un ejercicio característico de magnanimidad, intentó el dirigente portugués sintetizar que, pese a que parezca que vivimos en un retroceso, hay aún cabida para la esperanza que, con todo, se va erosionando con el paso del tiempo.
Sus palabras evocan el dilema que buscaba resolver el historiador de la Grecia Antigua Tucídides, quien se planteaba los límites que existían sobre la fuerza.
La pregunta no debería ser tanto hasta dónde puede llegar el derecho sin la fuerza, sino hasta dónde puede llegar la fuerza sin derecho.
Es más, Guterres se refirió taxativamente a la utilidad de Naciones Unidas; poniéndola incluso en cuestión, en entredicho. Pronunció literalmente: “Ha llegado la hora de lograr una paz justa fundamentada en la Carta de las Naciones Unidas y en el derecho internacional”. Su excelentísimo Secretario General, alude usted a conseguir el objetivo fundamental de la ONU con ochenta años de retraso.
Siempre he defendido y defenderé que, pese a lo que se arguye incansablemente, la ONU ha fracasado en su labor prístina.
La ONU ha decepcionado, pese a emprender tantas acciones loables y ambiciosas, desde los innovadores Protocolos de Kyoto de los años noventa hasta la más reciente Agenda 2030 u Objetivos de Desarrollo Sostenible, pasando por la plausible configuración de los cascos azules.
La rendición de cuentas de cualquier sujeto internacional, por caso, la ONU, implica la aceptación y reconocimiento de errores, en muchos casos enmendables; en otros tantos, insalvables, así como el fracaso, al menos, parcial de no haber logrado el fin para el que se creó.
No obstante, le alabo el gusto, señor Guterres, pues admitir los propios errores y fracasos no envilece; ennoblece, y demuestra una voluntad real de ser útil y de cooperar en aras de una mejor sociedad internacional.
La UE es la antítesis de la ONU. Las diversas comunidades europeas sí han logrado cumplir gran parte de sus metas propuestas, siquiera también tienen asignaturas pendientes. No obstante, su trayectoria y transformación han sido tales que se puede afirmar sin fisuras que la UE ha sido -y es- mucho más pragmática y coherente que la ONU.
Por ventura, en los tiempos venideros, sea más coherente, acertado y práctico volver a la realpolitik bismarckiana, esa consiste en lograr políticas, por muy nimias y pequeñas que parezcan.
Cuando Guterres se refiere a la “inexcusable” impunidad que campa a sus anchas por el mundo, que no es moral ni ética ni justa, uno se replantea inevitablemente: ¿Para qué ha valido todo? ¿Para qué han servido, entonces, la Asamblea General o -voy más allá- la Corte Penal Internacional o la Corte Internacional de Justicia? ¿En otras palabras, nos llenamos la boca hablando del Estado de derecho, pero ¿realmente existe tal imperio de la ley a nivel internacional o vivimos en una anarquía (o peor aún; en una acracia) internacional?
Con alusiones claras y directas a Rusia, a Israel, a la era Trump, al Sahel, a Afganistán e incluso a las grandes compañías tecnológicas.
Entre las conclusiones, una de las más drásticas sea, sin duda, la enardecida defensa de Guterres por la solución biestatal para desencallar la hecatombe que se vive en Oriente Próximo. En este sentido, la resolución 181 de 1947 es clarividente: establece dividir Palestina en un Estado judío, un Estado árabe y una zona bajo régimen internacional particular.
Agrega Guterres que aún no hemos llegado a un mundo multipolar. Permítanme contradecirlo una vez más: ya estamos en él. Nos hallamos en ese “choque de civilizaciones” que tan lúcidamente describía Huntington. La última cumbre de los BRICS, con Putin como anfitrión, ha demostrado, una vez más, que otros sujetos internacionales quieren imponer sus proyectos. Alternativas inconsistentes y atentatorias contra los valores democráticos occidentales.
Y, tras todo ello, me detengo, a la postre, en el párrafo dedicado al asunto del cambio climático. Profiere Guterres: “A medida que empeora el problema, mejoran las soluciones.”
La COP29 (Conference of the Parties, por sus siglas en inglés), que comienza en Bakú, vuelve a ser un signo de debilidad en vez de unión internacional.
No asisten ni el actual ni el futuro presidente de los Estados Unidos (el segundo, recordemos, ufano detractor del cambio climático). Tampoco lo harán el líder chino, cuyo país es responsable de emitir la mayor cantidad de toneladas de CO2, ni la reelecta presidenta de la Comisión Europea y esta última es, sin duda, la ausencia más marcante. De otros líderes era esperable; no así de Von der Leyen.
En palabras del líder de Naciones Unidas, esta cumbre debe servir para redefinir una financiación significativa y el cumplimiento de las promesas de los líderes políticos.
Comprobaremos, a lo largo de este vigesimonoveno intento por dominar al cambio climático, si los ecos del discurso de Guterres resuenan, aunque los antecedentes nos demuestran que, al igual que otros proyectos anteriores emprendidos en el seno de Naciones Unidas no invitan, precisamente por su malogramiento, a tal optimismo.
|