Trataremos seguidamente sobre una médico que, aunque se haya pensado así, no ha sido pionera en este tema. Ya en la Edad Media tenemos referencias a los tratados de ayuda al bien morir y, en el Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla, de las madres ayudantes al bien morir, también llamadas “madres agonizantes”, por su acompañamiento en el trance de la agonía y muerte, preparando a los enfermos, en origen a las enfermas, porque el Hospital empezó siendo hospital para mujeres pobres enfermas.
Estas madres agonizantes o madres ayudantes al bien morir, estaban con los enfermos en el paso de la vida a la muerte y, junto a ellas, los sacerdotes con sus prédicas y consuelo, armados de moral y de técnica espiritual para instar al arrepentimiento de los pecados que los enfermos pudiesen haber cometido y reconfortarlos con su ayuda o amparo “psicológico” para pasar de esta presente vida a la vida eterna, donde serían juzgados, condenados o se sentarían felices junto al Padre en el Cielo. Salvando las distancias que impone el tiempo y la civilización, en la contemporaneidad tenemos a una científica que exploró el tema de la muerte y a los enfermos terminales con el objetivo de mejorar en lo posible todo lo que fuese posible en semejante trance.
Elisabeth Kübler-Ross, como pocas figuras del siglo XX, fue tallando en silencio y sin fanfarria una obra que acaso sólo la muerte misma podía inspirar.
Desde aquella primera vez que pisó el campo de concentración de Majdanek, donde los niños, en una fantasía devastadora, habían pintado mariposas como especie de símbolo de una vida que trascendiera al horror, la doctora suiza no se apartaría ya jamás del umbral entre la vida y la muerte. Allí dedicó cuerpo y alma, siendo ya una de las figuras insignes en psiquiatría y en los cuidados paliativos, a un empeño por entender la muerte, sin negarla ni ocultarla, como un capítulo que, por derecho propio, merece dignidad.
Nació un 8 de julio de 1926 en Zúrich, en el seno de una familia protestante acomodada. Junto a sus hermanas, Erika y Eva, formaba el trío de las trillizas Kübler, de quienes Elisabeth fue la mediana. La medicina, desde muy joven, fue su destino natural, aunque su padre se opusiera tenazmente; fue quizás esa obstinación familiar la que empujó a Elisabeth a dejar su hogar con tan solo dieciséis años.
La guerra, que no escatimó atrocidades, también fue escuela para la joven Kübler, quien trabajó como voluntaria en hospitales y centros de refugiados. Allí nació en ella esa sensibilidad única para acompañar el sufrimiento ajeno y, sobre todo, el dolor silencioso de los moribundos.
En 1951 ingresaba en la Universidad de Zúrich para estudiar medicina y, a los pocos años, conocía a Emanuel Robert Ross, quien pronto sería su esposo y compañero de camino.
En 1957 se graduó y al poco tiempo la pareja partió hacia los Estados Unidos. Elisabeth comenzó su residencia en psiquiatría, con un creciente interés en los pacientes terminales que poblaban los hospitales. No tardó en comprender que la medicina los trataba casi como despojos, como carne sin espíritu, a los que no podían salvar y terminaban desatendiéndolos por eso, porque iban a morir sin remedio, nada más injusto; y sin escuchar ni el miedo ni la angustia de aquellos que se hallaban ante su final.
A través de la Universidad de Colorado y más tarde en Chicago, Elisabeth desarrolló una forma revolucionaria de enseñanza: invitaba a sus clases a enfermos terminales para que los alumnos dialogaran directamente con ellos, buscando que, en la voz de los moribundos, se entendiera que la muerte era un proceso humano, inevitable y propio, no solamente parte de un expediente clínico. Este método causó tanto admiración como rechazo en el ámbito académico. Sin duda levantaría ampollas dolorosas porque necesitaba valentía y mente abierta a raudales en un tiempo en el que las cosas eran distintas a como las conocemos ahora en pleno siglo XXI.
La consagración le llegó en 1969, cuando publicó On Death and Dying. En esta obra estructuró las cinco etapas que componen, -según ella-, la travesía final del ser humano: negación, ira, negociación, depresión y, finalmente, aceptación. Fue un manifiesto, una invitación a mirar la muerte sin dobleces, con una serenidad que recordaba a las mariposas de aquellos niños de Majdanek.
La búsqueda de dignidad para sus pacientes le llevó, en 1977, a fundar Shanti Nilaya, el Hogar de la Paz, en una propiedad cerca de San Diego, donde los enfermos terminales encontrarían un refugio en lugar de un hospital deshumanizado.
Su interés en las experiencias extracorporales y en los enfermos de SIDA la colocó, en sus últimos años, en el ojo de la polémica científica; aun así, ni la incomprensión ni las críticas mermaron su pasión. Los ataques de salud que sufrió en 1995 dejaron a Elisabeth parcialmente inmovilizada y, poco después, Shanti Nilaya cerraba sus puertas.
Kübler-Ross falleció en Scottsdale, Arizona, el 24 de agosto de 2004, habiendo dedicado su vida a iluminar el trance final de tantas otras vidas. Tres años después, fue incluida en el American National Women’s Hall of Fame, pero su auténtico legado sigue vivo en sus escritos, en los estudiantes que aún la leen y en los miles de enfermos terminales que, por su trabajo, pueden transitar sus últimas horas con dignidad.
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