Siempre me ha interesado la intrahistoria del desenlace de la II Guerra Mundial. En palabras de los historiadores, estos suelen decir que la II Guerra Mundial fue un conflicto bélico que siempre horrorizará, pero que a la vez fascinará, entre otras cosas por haber sido una guerra en la que, con todas sus luces y sombras, el bien venció al mal, es decir, las débiles y despreciadas democracias aplastaron, finalmente, a potencias de la época como Alemania, Italia y Japón.
Y hablo de luces y de sombras porque, como en casi todas las guerras, en este caso en el bando de los buenos, de los aliados, también se cometieron crímenes de guerra, como el bombardeo de ciudades y las muertes de civiles inocentes sobre territorios de Alemania, la Europa ocupada y el Japón, y siempre teniendo en cuenta que alguna de las potencias aliadas no representaba precisamente ni la democracia ni las libertades, como por ejemplo la extinta Unión Soviética.
Afortunadamente, muchos países actuales no tomaron parte ni en la Primera ni en la Segunda Guerra Mundiales, y siempre he pensado que es de las pocas cosas inteligentes que hicieron muchas naciones del siglo XX.
Cuando se declaran guerras hay muchas más sombras que luces, sombras que siempre oscurecen a los más débiles, y que en contraposición alumbran a los más fuertes.
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