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La guerra de los mil días

Vladimir Putin inició esta desventura bélica el 22 de febrero de 2022. Lo hizo bajo la premisa de que Ucrania no tenía derecho a existir
​Sergio Fuster
lunes, 25 de noviembre de 2024, 09:58 h (CET)

Ya han pasado más de mil días y la guerra en Ucrania presenta una escalada sin precedentes. En este tiempo se ha demostrado una vez más que los conflictos armados no sirven para nada. Que no tienen ningún sentido más allá de destruir y asesinar al otro. Solo porque a un sociópata se le ocurre dar una orden. Aunque tal vez me equivoque, tal vez sí haya un sentido para los arquitectos del poder, para aquellos que desatan la tormenta: aumentar su señorío absurdo e inflar su ego movidos por la codicia desmedida. Quieren tener y tener. Son como el banquero de “El Principito”. Contaba estrellas. Anotaba sus números en un papel y las guardaba celosamente en un cajón de su escritorio. Atesoraba bajo llave lo intangible.


Vladimir Putin inició esta desventura bélica el 22 de febrero de 2022. Lo hizo bajo la premisa de que Ucrania no tenía derecho a existir. Los meses previos aumentó su despliegue militar en las fronteras. No sin antes acordar con China, Corea del Norte e Irán. El dictador ruso imaginó que sería tan solo una operación que llevaría pocos días. Pensaba avanzar sobre Kiev, deponer al gobierno y controlar al país con un mínimo costo. Quizás creyó que anexando Ucrania también influiría en los otros países de Europa Oriental imponiéndoles así el alineamiento con el Kremlin. Al mismo tiempo estas condiciones favorecerían al gigante asiático para la expansión de la Ruta de la Seda que, si Rusia tenía éxito, China se sentiría con luz verde para invadir Taiwán. De esta manera su injerencia sobre la región que una vez fue un vasto imperio se recuperaría bajo esta nueva reencarnación simiesca de Pedro el Grande.


Su decisión fue “casualmente” después que la Organización Mundial de la Salud (OMS) liderada por el cuestionado Tedros A. Ghebreyesus muy cercano a Xi Jinping, impusiera el control total a través de sus cuarentenas con la excusa de la letalidad del Covid 19. Tales medidas, lejos de ser inocentes, dejaron a los Aliados con fuertes cargas financieras y a los Estados Unidos con una creciente tasa inflacionaria. Pensó que nadie intervendría. Pero se equivocó. El mundo libre condenó la invasión. El pueblo ruso en su mayoría no apoyó las ambiciones del dictador. Los ucranianos en un despliegue de heroísmo respondieron al llamado de la historia de defender su hogar del inculto invasor. Los resultados están siendo humillantes para el Oso ruso que, aunque todavía tiene garras,se encuentra ya demasiado geronte. Hasta el momento solo ocupó el 20% del territorio. Su ataque fue al viejo estilo soviético. Impensable para la era digital. Anacrónico. Sin embargo, así fue y aún sigue siendo.


Rusia demuestra cada día su incapacidad de vencer a un pequeño gran país. Llevó, sin quererlo, a que otros países se alinearan con la OTAN. Hasta un pequeño ejército de mercenarios (Grupo Wagner) estuvieron a punto de hacer caer el régimen. La “potencia mundial” tiene ahora que recurrir con vergüenza al vetusto país de Corea del Norte para que le preste hombres dispuestos a morir por un “líder supremo” decadente. Tal vez ese sea el mayor temor. Rusia está mostrando que su poder es solo nuclear. Que no es poco. Fuera de ello no es lo que vendía ser. Y ese es el riesgo más grande. Un autócrata como Putin no está dispuesto a perder la guerra. Si su amigo Donald Trump no puede ayudarlo como él quisiera es probable que intente llevar al planeta al suicidio colectivo. Es una bestia herida. Un “perdedor radical”. Como ilustró muy bien Hans Magnus Enzensberger. El perdedor se hace el malo porque sabe que está solo y vacío. Porque sus complejos de inferioridad lo hacen esconderse bajo su armadura. Sin su milicia no es nadie. Y antes que fracasar prefiere destruir. Adolf Hitler sabía que había acabado la guerra, aun así, dejó que se demoliera Berlín.


Estamos en manos irresponsables, de un matón que enmascara su miedo, de alguien que piensa que si no se puede ganar hay que devastar. “El Diablo” del Tarot es una figura peligrosa, no solamente porque es un ser malvado, sino porque además ha extraviado la razón. El mal nunca es banal. Hannah Arendt se equivocó. El mal de los regímenes autoritarios es mesiánico. Hay un roce con lo religioso. En tan solo una semana los sucesos tomaron un perfil preocupante. Todavía no llegamos al capítulo final. Por el momento, habrá que seguir observando cómo se van desarrollando los acontecimientos. 

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