El ser humano, aunque se esfuerce en eliminar su dimensión trascendente, no puede renunciar a ella. Por algún lugar ha de salir la necesidad del hombre de conectar con lo que está más allá de la inmanencia, de todas las contingencias prosaicas. El problema es que, en el experimento que vivimos de sociedades laicas, la canalización de esta tendencia natural acaba dándose por medio de la superstición, la evasión o de costumbres como Halloween.
De hecho, si uno se para a pensar en el interés que despiertan ciertas fiestas en los niños, quizás se deba a que intuyen que hay una realidad que está más allá de lo que los sentidos o el mundo pueden mostrarles. Seguramente es porque su mirada recuerda a aquella que tuvieron los primeros filósofos sobre la naturaleza, que era, sobre todo, admirada. Una mirada que aceptaba que la realidad es sorprendente y da más de sí que lo que podemos captar, incluso tematizar o expresar.
El problema es que los pequeños no sólo no van a encontrar respuestas, sino que, contrariamente, ciertas fantochadas va a provocar que su interés, tan inocente como sano, sea embrutecido, incluso dinamitado, con distorsiones y chorradas que los van a llevar a la angustia o a la dispersión. La oscuridad, ensombrece y confunde. Por eso convendría que los colegios dejaran de lado los disfraces y las calabazas y aprovechasen ciertas fechas como Navidad o los Santos, puesto que se nos ha metido con calzador, para hablarles de la muerte (en los centros católicos, huelga decir que directamente la eviten y se centren en recuperar las solemnidades de Todos los Santos y los Fieles Difuntos).
Sería muy recomendable: abordar la muerte como una realidad que va a visitar a sus seres queridos, pero también a ellos, por lo que conviene tenerla presente cada día. Si no se plantea así, cuando inevitablemente llegue, la recibirán como una injusticia, como un ladrón en la noche.
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