Sofía Kovalevskaya o Sonia, para quienes la conocían de cerca, no fue simplemente una matemática brillante, fue una rebelde con causa, una mujer que rompió moldes, se enfrentó a un mundo de hombres y se permitió el lujo de vivir a contracorriente. Su historia comienza en San Petersburgo en 1850, entre los muros de una familia noble que la rodeó de privilegios, pero también de prohibiciones. Las mujeres no estudiaban matemáticas; no estaba bien visto. Pero Sofía no entendía las normas absurdas.
A los once años, empapeló su habitación con hojas de cálculo diferencial e integral. No como un capricho decorativo, sino porque aquellas fórmulas misteriosas escritas por Mikhail Ostrogradski, encontradas entre los papeles universitarios de su padre, la atraparon como un hechizo. Las matemáticas, dijo más tarde, eran para ella un universo mágico, un mundo aparte al que pocos tenían acceso.
Fue su tío Pyotr quien le enseñó las primeras nociones, pero muy pronto Sofía ya iba por delante. Quería conocer más, pero en la Rusia del siglo XIX, “más” significaba casarse. A los dieciocho años contrajo un matrimonio de conveniencia con Vladimir Kovalevski, un paleontólogo con el que compartía algo más que un apellido. Ese matrimonio, a todas luces fue una herramienta para escapar del yugo familiar que le abrió las puertas de la universidad, aunque no la libró del dolor de quince años de relación marcados por la tristeza y la tragedia que culminaron en el suicidio de Vladimir.
En Heidelberg y luego en Berlín, Sofía dejó impresionados a sus profesores. Karl Weierstrass, uno de los gigantes de las matemáticas, vio en ella un talento fuera de lo común y decidió darle clases privadas, ya que la universidad no permitía mujeres en sus aulas. Con él escribió su tesis, defendida en Gotinga en 1874, una obra maestra que apenas fue reconocida en su tiempo. En Rusia, la recibieron con un puesto para enseñar en secundaria, que ella rechaza como un insulto con una ironía: “Nunca se me dio bien la tabla de multiplicar”.
Mientras su marido fracasaba en encontrar empleo, ella sobrevivía escribiendo críticas teatrales y artículos científicos para periódicos de San Petersburgo. Fue solo tras la muerte de Vladimir, en 1883, cuando volvió a las matemáticas con fuerza. El sueco Gösta Mittag-Leffler, admirador de su obra, la llevó a Estocolmo, donde en 1884 se convirtió en la primera mujer catedrática de ciencias en Europa del Norte. Su prestigio creció, aunque en Rusia seguían cerrándole las puertas.
Las contribuciones de Sofía son monumentales. Su estudio sobre las rotaciones de cuerpos rígidos le valió el prestigioso Premio Bordin en 1886, mientras que su trabajo sobre ecuaciones en derivadas parciales dio al mundo el Teorema de Cauchy-Kovalevskaya. Además, dejó un legado literario con su novela La chica nihilista, donde asomaba su espíritu libre y su experiencia personal.
Sofía no fue solo una matemática, fue una mujer adelantada a su tiempo, una socialista utópica y una feminista en acción. Participó en la Comuna de París y debatió con Herbert Spencer sobre la capacidad intelectual de las mujeres. Se codeó con Charles Darwin, Thomas Huxley y George Eliot, e incluso corrieron rumores de un romance con Anne Charlotte Edgren-Leffler, hermana de Mittag-Leffler.
En 1891, en el cenit de su carrera, Sofía murió de gripe a los 41 años. Su vida breve, pero deslumbrante, fue un testimonio de lucha contra las normas de una sociedad que no estaba preparada para ella. Kovalevskaya no solo decoró las paredes de su infancia con teoremas, decoró la historia con su genio y valentía.
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