A menudo siento que la ciudad y su velocidad nos ciegan, que el paso fugaz de las semanas no nos permite ver nada, más allá de las actitudes de lo cotidiano, hasta que nos estrellamos «como golondrinas en la noche» o contra la pared de nosotros mismos. A menudo siento que vivimos en burbujas de iguales que no nos permiten percibir el frío ni el calor del exterior, es decir, es como si volásemos en una pompa de jabón metidos dentro de nuestra propia fantasía.
Sucede muchísimas veces que los martes son iguales que los jueves, que los días cambian solamente de nombres y de hombres, para poder repetirse eternamente, y que ya no distinguen ni los domingos como el día del fútbol. Y me da temor pensar que esta columna podría haberla escrito hace años y que esta misma columna estará vigente dentro de años.
Observas crueldades con altas dosis de estupidez como la ideología de género, y da pavor dejar de mirar para otro lado y saber más allá del muro traslúcido de la citada burbuja de fantasía.
Pero monto en el tren, claro está cuando no va a reventar, y respiro, suspiro, miro por la ventana, y presiento que la vida es solo el viaje hasta llegar al propio destino... Ves, alguna tarde, a hombres elegantemente trajeados llenando el carro de la compra en el supermercado «low cost», y esa misma tarde, un jueves o un martes -qué se yo-, al salir del tren veo a mujeres elegantemente vestidas hacer cola en esos nuevos economatos de “paquis”.
Quizás sea yo, quizás, lo único que sucede es que el tiempo pasa y los años se quedan... ¿O es al revés? Que el tiempo se queda y los años pasan... ¡No sé!
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