No existen, o son invisibles, además de molestos e inútiles para casi todo. Incluso hay energúmenos/as que no sólo los ningunean, también los desprecian, como si ellos mismos fueran, en comparación, el fruto dorado de la evolución humana y no la aberración ética que son.
¿De quiénes estoy hablando cuando hablo de esas pobres personas que merecen, sin culpa alguna, el desinterés de una parte considerable de la población? Hablo de la franja decreciente de personas que superan las siete décadas y oscilan entre los 80 y el centenario. Los ves por las aceleradas calles de nuestras ciudades, con su débil y penoso caminar, su aspecto desvalido, sus miradas perdidas para no ofender a nadie, perplejos ante un semáforo o ante un cajero automático o tratando de no provocar impaciencias en las colas del autobús, del supermercado o de las farmacias.
Sí, son torpes para buscar las monedas o los billetes con los que pagan, para conducir su silla de ruedas o manejar sus bastones, son temerosos ante los patinetes y las bicicletas...
¡Dios mío! ¿Alguien reflexiona en que, con mucha suerte, en unos años formarán parte de ese ejército de sombras?
El caso de los ancianos es un reto y una vergüenza para un país que hasta finales de los 60 mantenía el respeto tradicional hacia los más mayores. ¿Cuesta tanto esfuerzo decir unas palabras amables, escuchar con paciencia alguna batallita o una simple queja...? Por favor, reflexionen.
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