La debilidad de la democracia está en su propia esencia, pues defiende la libertad de pensamiento y de expresión del mismo como forma de establecer relaciones beneficiosas para la propia sociedad; más he aquí que, aquellos sujetos enemigos de la democracia, al amparo de los privilegios que le otorga esa libertad, la van dinamitando mediante la propia descalificación del sistema, bien negándolo como el adecuado, bien desprestigiándolo con sus formas de ejercerlo, bien corrompiéndolo mediante su pestoso influjo. Su objetivo es destruirlo para buscar una alternativa que traiga la luz a las tinieblas que ellos mismos, mediante bulos y manipulación, han ido construyendo. Esos falsos medios no buscan la salvación sino el sometimiento, llevándonos a su terreno.
Es evidente que, en democracia, los políticos son la punta del iceberg, sostenido por una sociedad que los soporta desde su inmersión en un mar de aguas, muchas veces corruptas. La relación entre el ciudadano y el político es interactiva: el ciudadano elige y el otro ejerce su representación. Por tanto, su ejercicio está condicionado a que le elija el ciudadano, y esto nos lleva a una contundente realidad como es, por lo general, que el político es fiel reflejo de su votante, o sea, de una parte importante de esa sociedad, que es la que le vota.
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