Hay novelas que, como el aceite, quedan en la superficie, por encima de ese líquido vital que es el agua. Como una capa oleaginosa que se retira con la facilidad de un simple movimiento de cuchara. Sin embargo, hay otras novelas que escarban en la profundidad de los sentimientos, como cuevas descubiertas tras el paso de los años, llenas de punzantes estalactitas y estalagmitas. Son novelas que brotan frente a situaciones límites de la propia existencia. Dolorosas encrucijadas donde se intuye la separación entre la vida y la muerte.

La vida suspendida, de Eduardo Laporte, es uno de esos libros que tienen la valentía de descender, como un espeleólogo, hacia las entrañas de un mundo desconocido. Sus páginas abordan la pérdida de un hijo no nato, que tomó camino hacia la inexistencia, al poco tiempo de que el autor hubiera conocido a su pareja y haberse concebido.

Eduardo Laporte
Laporte da voz, a través de sus pensamientos, a Serafín, como así decidió llamar a ese hijo que quedó en el umbral del alumbramiento. Asume las riendas para abordar ese aborto voluntario, con una perspectiva sutilmente irónica sin por ello dejar de significar que sea un hecho infeliz y doloroso. Una tensión continua, un asunto que, lejos de haber sido zanjado, se perpetúa revolviéndose en su conciencia, sin que por ello sea necesario la intervención de ningún juez. Una decisión tomada de la que nunca se sabrá si fue la acertada o la equivocada. Simple y llanamente porque no puede saberse.
Decía Cioran que odiaba la idea de haber tenido que vivir, y se atrevía a declarar abiertamente, todo lo que le deben en gratitud sus hijos no natos. Vivir, a veces, no es la mejor opción. El problema es que es una decisión que nos viene impuesta.
Sin embargo, ese negro pensamiento del filósofo rumano, infestado de amargura, topa con la concepción de una idea de vida, de quién ha podido disfrutarla o sufrirla. De quién ha tenido la posibilidad de ver la línea del horizonte, de oír el cantar de los pájaros al amanecer, e incluso, bajo el rumor de un riachuelo preguntarse, paradójicamente, por ese sentido de la vida y de la muerte.
Serafín, el hijo no nato, el que, según Laporte, «se replegó en algún recoveco del útero de su madre, en un domingo por la tarde que se convertiría en noche eterna para él», era adivino de la imposibilidad de que ya nunca podría «jugar al tenis, al pádel, ni tampoco haría trizas ninguna pala de primera marca en ningún club de infancia», porque se había tomado la decisión consensuada de que aquella vida no se desarrollara.
Como dijo Epicuro sobre la muerte «si yo estoy ella no está; si ella está, yo ya no estoy; luego nunca nos encontramos». Por eso, el enfoque de la novela de Eduardo Laporte, lejos de caer en el dramatismo en el que tan gozosamente inciden los predicadores del rosario, está colmado de color. El Dios que da y quita la vida nada tiene que ver con ese blanco y negro, colmado de óxido y pátina, sino que es un Dios en perspectiva de luz, lleno de una gama variada y radiante de colores. Un Dios de segundas oportunidades, que perdona, y que quizá considera que, si no nacemos nunca, tampoco morimos.
El libro de Laporte tiene la valentía de escarbar en el interior de los sentimientos de su autor. Con el temor superado de sacar a la luz todas y cada una de sus contradicciones. Tanto las más complacientes como las más hirientes, puestas en boca de uno de los protagonistas de la novela, Petrus. «Podía haber hecho algo hermoso e hizo algo horrible» o «el mejor secreto del diablo fue hacernos creer que no existía», dirá este amigo convertido en cirujano de su dolor.
En definitiva, qué más da. Tal y como indica el escritor, fue Pilatos quien dijo Quod scripsi scripsi. Lo escrito, escrito está. No queda más que «asumir que la película estaba ya ideada por algún guionista superior y que nosotros solo teníamos que representar el papel asignado».
Todas y cada una de las líneas de La vida suspendida son un recuerdo inmortal, porque la literatura así lo es. Una forma de perdurar. Un tributo a algunas presencias que, aunque ausentes, ya no se irán jamás. Es el nepente, el elixir mágico que los dioses usaban para curarse las heridas o los dolores, pero en el caso de Laporte, lejos de buscar el olvido, lo que pretende es consolidar la inmortalidad, aun a pesar de que su admirado Battiato cante que «los horizontes perdidos no regresan jamás».

Exacto. No regresan porque jamás se han ido, y ya, jamás se irán. Es como esa luz que alumbra en mitad de las tinieblas. El fogonazo de un casco, el del propio espeleólogo que decidió descender al interior de una cueva oscura y llena de aristas. Aún a riesgo de quedarse, como dijo en cierta ocasión Cesare Pavese, completamente vacío, como un fusil disparado.
La vida suspendida Eduardo Laporte Editorial Sr. Scott
160 páginas
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