Pontecesures es una villa de la provincia de Pontevedra de apenas tres mil habitantes. El jueves pasado tuve que viajar hasta ella (en tren, dado que no tengo coche ni carnet de conducir) por necesidad; para comprar más barato un medicamento indispensable y de uso común no financiado por el Sistema Nacional de Salud, deficiencia inconcebible en uno de los estados más ricos del mundo. De esta forma me ahorro unos euros que preciso para poder alimentarme hasta final de mes.
Al poco de bajarme en la estación, me llamó la atención que en la puerta de entrada de un supermercado de una calle principal entraban y salían grupos de negros que parecían ser africanos. Me resultó extraño en un pueblo tan pequeño y le pregunté a un lotero que vendía cupones en la acera qué hacían allí. Su respuesta fue clara y concisa: «Nada».
Ahondando en la conversación, mantenida en su totalidad en gallego, me manifestó que eran «menas» que se hospedan en el Hotel Corona de Galicia, sito en el vecino «concello» de Valga. Según este hombre, en él residen unos ciento cincuenta que le cuestan sesenta euros diarios cada uno al gobierno de España, el cual además les da otros veinte al día para gastos personales.
Se quejó, asimismo, de que los políticos gasten el dinero de nuestros impuestos en personas que no contribuyen de ninguna manera a la sociedad. Entiende que sería lógico que, como contraprestación, realizaran alguna labor en beneficio de la comunidad. Puso como ejemplos la limpieza de los montes para evitar incendios o la retirada de la basura que se acumula en las playas.
En su opinión, si no se los obliga a hacer ningún trabajo es para que no se considere que los maltratamos, o que los esclavizamos. Y añadió: «Si usted está en el servicio de urgencias por un motivo grave y llega un negro lo van a atender a él primero, porque si se les muere se arma la de Dios es Cristo; sin embargo, si es usted el que fallece no tendrá la más mínima repercusión».
Como sociólogo y politólogo profesional e investigador objetivo y analista descriptivo de la realidad, quise profundizar en este relevante tema. Me dirigí al supermercado y aguardé a que saliera algún muchacho con la intención de entablar un diálogo que me aportara más datos. En vez de uno fueron dos. Dos chicos jóvenes y sanos, pero no menas, ya que sus edades respectivas son veintiún y veintitrés años.
Me dijeron que procedían de la «République du Mali» (uno de los estados con menor renta per cápita), y que las autoridades españolas les reconocieron el estatuto de refugiado y les concedieron el derecho de asilo debido a que, como es sabido, en su país hay declarada una guerra cuyo origen es étnico, religioso y político. La comunicación no fue fácil porque no hablan prácticamente nada de español y en francés, idioma oficial de Mali, tampoco se desenvolvían bien. No obstante, les imparten clases gratuitas para que puedan expresarse en castellano, mas no en gallego, idioma que parece ser inexistente para la Secretaría General de Relaciones Internacionales y Extranjería.
Confirmaron que, en efecto, en el hotel Corona habrá más de cien menas o refugiados que tienen la manutención y el hospedaje pagados, aunque el dinero que les entregan aparte es tan solo de cincuenta euros mensuales.
La ayuda que reciben tiene un límite temporal: «Quinze mois» (quince meses). Desconocen qué ocurrirá después. A tenor de sus declaraciones quieren trabajar «en cualquier cosa», a poder ser en Pontecesures o ayuntamientos limítrofes dado que ya están familiarizados con la zona. A la propuesta de irse a vivir a Francia, antigua metrópoli, respondieron que no es factible porque los repatriarían (como consecuencia de la intervención que tuvo ese país en el conflicto armado maliense en contra de los islamistas). Madrid o Barcelona no les interesan por ser ciudades grandes que desconocen.
A mí no me parecieron demasiado motivados para buscar trabajo; no hablar el idioma les dificulta encontrarlo, está claro, pero es como si tuviesen el convencimiento de que, de un modo u otro, se les protegerá. Les sugerí que, a pesar de sus limitaciones lingüísticas, deberían de intentar relacionarse con los cesureses y los valgueses pues no existe contacto ninguno entre ellos. Constituyen grupos separados sin ningún punto de encuentro, hecho que contribuye a que los autóctonos los perciban como individuos completamente ajenos que deambulan por el pueblo como parásitos desalmados, cuando en realidad no lo son ni desean serlo.
A las ocho de la tarde, una vez puesto el sol, me indican que se tienen que ir. Son musulmanes y seguidores estrictos del Ramadán, precepto que consideran obligatorio cumplir, y han de comer. El más joven había comprado una botella de Coca Cola de dos litros, y el mayor un gran paquete de galletas María.
Nos dimos la mano y nos despedimos. Les deseé suerte, porque la van a necesitar.
Yo también. Aunque no sea negro; aunque haya nacido en Europa.
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