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La mantilla española que se usa en Semana Santa. Siglos de historia y tradición

Como tantas cosas en España, su origen es incierto, discutido, envuelto en el humo del pasado
María del Carmen Calderón Berrocal
jueves, 27 de marzo de 2025, 09:00 h (CET)

No hay Semana Santa en Sevilla sin mantillas. Tan cierto como que el río sigue pasando por debajo del puente de Triana y de La Barqueta. Porque la mantilla no es solo un adorno ni un capricho del calendario. Es historia, es tradición, es identidad. Tres siglos -o más- lleva esta prenda cruzando calles y procesiones, desafiando modas y caprichos del tiempo.


Se la asocia con el Jueves Santo, aunque también la verás el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección. Menos, eso sí, porque los tiempos cambian y no siempre para bien. Pero cuando llega su momento, ahí están: negras, solemnes, deslizándose entre el gentío con la elegancia de lo que sabe que no necesita pedir permiso. Aunque, en los últimos años hemos asistidos a una “degradación del traje de mantilla”, que no debe ser corto, ni escotado, sí barroco, es un traje de luto pero muchas personas lo usan como lucimiento sacándolo de su contexto y significación original.


El origen es incierto


Como tantas cosas en España, el origen de la mantilla es incierto, discutido, envuelto en el humo del pasado.


Algunos estudios arqueológicos sitúan el origen de la mantilla en la Península Ibérica, remontándolo a la civilización ibérica. Esta teoría se apoya en el hallazgo de figurillas prerromanas que representan a mujeres con tocados muy similares a la mantilla actual. Para el siglo XVII, el uso de la mantilla de encaje ya estaba extendido como prenda de distinción, coexistiendo con otras variantes como los mantones de seda y las piezas de paño. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XVIII cuando se consolidó entre la nobleza y la alta sociedad, como queda reflejado en numerosos retratos de la época, incluidos los de Francisco de Goya. La tradición se mantuvo con figuras como Isabel II de España en el siglo XIX y, posteriormente, con la Reina Sofía en el siglo XX.


Presentación1

A la derecha, tradicional mantilla española. A la izquierda, escultura broncínea ibera 

de mujer cubierta con mantilla. Exvoto bastetano, figura femenina con brazos extendidos en actitud oferente, c. 500 - 101 a. C.


Se cree que apareció en la Península como un simple recurso contra el frío. Un tejido para cubrir los hombros y la cabeza. Pero la historia no se conforma con lo útil y, con el tiempo, aquella pieza de abrigo fue refinándose, cambiando el paño grueso por encajes livianos, volviéndose símbolo de elegancia y distinción. Esta transformación también hablaba de estatus, de clase social, de poder económico, el manto largo era privativo de las poderosas, las humildes llevaban medio manto; y, para distinguirse del resto de las mujeres, las meretrices llevaban medio manto rojo, que las identificaba.


En el siglo XVII y siglo XVIII, la nobleza se apropia la mantilla, la hace suya. A partir de ahí, la mantilla ya no es una prenda, sino un estatus. Pero el XIX y el XX traen consigo la fiebre por lo extranjero, lo moderno, lo de fuera. Y, como tantas cosas que eran solo nuestras, el uso diario de la mantilla empieza a desvanecerse, a quedar relegado a ocasiones contadas: bodas, ocasiones solemnes y Semana Santa. Una de las ocasiones más solemnes en las que se puede usar mantilla es en las recepciones con el Papa, ante el Santo Padre, solo la reina de España tiene el privilegio de vestir mantilla blanca.


La mantilla resiste el paso del tiempo, porque la mantilla, cuando se planta en su sitio, no hay quien la mueva. Las hay negras, como corresponde al luto del Jueves y el Viernes Santo, donde no se llevan claveles; en ocasiones solemnes que no representan luto si se usa mantilla negra acompañada de claveles. También las hay blancas en Semana Santa, su uso es o era para el Domingo de Resurrección, porque la alegría también tiene su código. Cada mantilla tiene su significado, su momento, su historia.


La mujer de mantilla tiene su sitio en el paso, al final del paso, primero el cortejo procesional y las mujeres de mantilla tradicionalmente iban detrás del paso acompañando.


El arte de vestirse de mantilla


Ponerse una mantilla no es cosa de un segundo. Hay que saber hacerlo y hacerlo bien. Nada de improvisaciones ni prisas, aunque dado que, en realidad, es un vestido sencillo y una mantilla, sí que podría ser un gesto relativamente rápido el vestirse de mantilla.


Primero, el pelo recogido en un moño bajo. Luego, los peinecillos y la peineta, que debe quedar bien firme, plantada en el moño, bien centrada. Después, la mantilla en sí, sujetándola con horquillas para que no se mueva ni un milímetro. Y finalmente, los pliegues, que se recogen en un broche con la precisión de quien conoce el oficio.


Es un ritual, un arte, una declaración. Y como todo lo que lleva siglos en pie, ha generado sus variantes: mantillas de blonda, pesadas, de bordado tupido; o de chantilly, más ligeras, más sutiles.

Peinetas más altas, más redondeadas, más claras o más oscuras. No importa; o sí, porque las mujeres altas suelen llevar peineta más corta y las de estatura media o más bajas suelen llevar peina alta. Todas, mantillas y peinetas son piezas de arte, testimonio de una tradición que no se deja morir.


La mantilla en el siglo XXI: tradición y futuro


Dicen que las tradiciones están en peligro, que la modernidad se las lleva por delante. Pero la mantilla, que ha visto pasar imperios y repúblicas, guerras y crisis, sigue en pie. Y no solo eso. Se reinventa. Siempre va de la mano de la Semana Santa en Andalucía o de la mano de la reina de España en el Vaticano; y en bodas y actos solemnes también se viste mantilla.


Ahí está el evento “Sí Mantilla”, que cada año reúne en Sevilla a diseñadores y amantes de esta prenda para mantenerla viva y darle nuevos aires. No como un vestigio del pasado, sino como un símbolo de identidad, de arte, de cultura. Porque la mantilla es más que un simple atuendo. Es una bandera. Y mientras haya quien la lleve con orgullo, seguirá siendo parte de lo que somos.

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