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El pulso humano de una fuerza divina

Su ministerio petrino ha generado siempre reflexión; máxime, en un tiempo en el que la ciudadanía falla en la responsabilidad de mostrar cercanía, respeto por la creación y por los hermanos
Víctor Corcoba
jueves, 24 de abril de 2025, 08:59 h (CET)

Justo, en este instante en el que nos deja un referente humano, que ha sabido custodiar todo y a todos, especialmente a los más desfavorecidos, para irse a la Casa del Padre, dejándonos una estela de vivencias y emociones imborrables, a través de sus encíclicas, exhortaciones y cartas apostólicas, se me ocurre evocar su eterna pulsación, que no ha sido otra que la entrega como guardián del análogo y aquello que nos circunda. Amparar quiere decir entonces vigilar nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque de ahí es de donde emanan nuestras intenciones buenas y malas, las que construyen y las que nos destruyen. Sólo el que sirve con amor sabe salvaguardar la savia existencial, como lo hizo en su peregrinar por aquí abajo ante los horrores de los conflictos, el Santo Padre Francisco.


Por desgracia, en los diversos periodos de la historia humana cohabitan “Herodes” que traman planes destructivos, que nos desfiguran humanamente; pero también, por suerte, en esta misma época contamos con personas de bien y bondad que nos concilian y reconcilian. Sin duda, esta ha sido la clave y el centro del Magisterio del Papa, durante su Pontificado, afanado en aplicar la mirada contemplativa al tiempo en que vivimos, en cuanto a los demás y a nosotros mismos, con una visión de hermanamiento, sustentada en la misericordia y el perdón, abierta a las periferias para subrayar el valor y la dignidad de cualquier vida humana. Desde luego, ha practicado la escucha, sin eludir a nadie, marcando un estilo aperturista de hacer iglesia, cruzando el camino sinodal.


Su ministerio petrino ha generado siempre reflexión; máxime, en un tiempo, en el que la ciudadanía falla en la responsabilidad de mostrar cercanía, respeto por la creación y por los hermanos, además de las nefastas consecuencias de gobiernos guiados por la ambición del lucro, obviando la justicia social. Tener respeto por las criaturas y por el entorno en el que vivimos, ha sido su gran desvelo.

Atender y entender a la gente, preocupase y ocuparse por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, por quienes son más frágiles y que a menudo borramos de la memoria, fue su empeño. Francisco siempre ha mostrado aproximación, y con su persistente espíritu piadoso, ha protagonizado momentos memorables, al ver como los que navegan solos, se hunden antes.


Hace falta unirnos y reunirnos, compenetrarnos, sabiendo que precisamos de ese místico abrazo suplicante, que tanto ha vociferado el Santo Padre Francisco, pues el amor a la ciudadanía es una fuerza anímica que facilita el reencuentro entre unos y otros, pero también el encuentro pleno con Dios, hasta el extremo que quien no ama al semejante camina en oscuridades y permanece abatido. Así, nada más ser elegido, la noche del 13 de marzo de 2013, salió al balcón de la Plaza de San Pedro y alzó la vista hacia lo celeste para pedir “recen por mí”, frase que volvió a repetir sin cesar.

Igualmente, su marcha terrenal ha querido que concluya en un antiquísimo santuario mariano, al que acudía a orar al comienzo y al final de cada viaje apostólico, como acción de gracias.


El Papa no fue una voz meramente para los sin voz, fue el verbo en verso, sembrando tras de sí un legado de poesía, no de poder, de donación cordial y de servicio permanente. Su humilde palpitación humana, dejará huella para siempre, hasta en su mismo sepulcro, sencillo, sin decoraciones especiales y con la única inscripción: “Franciscus”. Que el Señor dé la merecida recompensa, a quien lo dio todo por la humanidad, principalmente por los migrantes, refugiados o presos, gestando situaciones gloriosas, como cuando lanzó a las aguas una corona de flores para recordar a los inmigrantes muertos en el mar en su visita a la isla de Lampedusa; además de hacer presente en su tramo final, el ofrecimiento al Señor del sufrimiento último, por la paz en el mundo y la amistad entre los pueblos.

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