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Antonio Lorca Siero
Antonio Lorca Siero. Nacido en León. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Ha trabajado en distintas actividades jurídicas, como Abogado, Técnico Superior en la Administración, Profesor de Derecho Constitucional, Juez y Fiscal sustituto. Ha publicado ensayos sobre diversas materias, historia, política, economía y sociología. Entre ellos: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016), El totalitarismo capitalista (2019) o Consumismo alienante (2022). Es articulista sobre temas políticos, económicos y sociales. |
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Objetivamente considerada, la democracia del capitalismo moderno siempre fue un mito, arropado por el método electivo de la representación, con el que vino a escena la partitocracia. Ahora resulta que empieza a declinar y amenaza con no quedar en pie este sucedáneo ofrecido a las masas, porque hoy, la que sirvió de falsa bandera de lo que se ha venido llamando democracia al uso hace aguas.
Ante el desconcierto presente, aquí mismo, casi en la punta del continente europeo, para tener una mínima idea sobre lo que está pasando, hay que tener en cuenta ese fenómeno que se ha llamado la globalización. Esta última, dicho brevemente, es el último acto del despliegue del capitalismo, representado por la corte del gran capital, en términos imperialista y totalitarios a nivel mundial.
Convendría que la ciudadanía, más allá de ilusiones electoralistas puntuales, tomara en consideración que, pese a la democracia al uso, manda la partitocracia de turno, pero si se hurga un poco en el asunto político, aparece en escena el que realmente manda. Si la cuestión de mandar, que no la de gobernar, se planteara en términos económicos, la respuesta seria en este punto tan obvia que no merecería ni un solo comentario. Bastaría decir que el dinero.
No marcha bien eso de la igualdad legal, al menos en la práctica, porque se observa el auge de grupos legalmente favorecidos, por la norma de carácter especial, que han pasado a ser intocables, mientras que al ciudadano común, bajo el paraguas de la normativa general, se le tiene, de hecho, desamparado. Tenemos demasiados ejemplos de esta situación, pero hay uno al que, en general, se procura hacer oídos sordos y se concede escasa publicidad.
Siempre se ha venido hablando de unos ciudadanos de primera categoría y otros de inferiores categorías. Hoy, con el auge dado a eso del progreso, aunque este sea claramente un producto comercial, parecería una cuestión superada a tenor del derecho a la igualdad. Sin embargo, las cosas no han cambiado demasiado, pese a decir que aquí se vive en una sociedad avanzada —sin perder de vista su condición de colonia euroamericana—.
La llamada globalización es el instrumento para consolidar el protagonismo único del capitalismo, controlado y dirigido por una minoría que domina el mundo desde la posesión del gran capital. Su única realidad es el juego del dinero, todo lo demás es apariencia.
Cuando lo que realmente se impone en la existencia colectiva son los mandatos de quienes explotan los recursos de la sociedad de mercado, ya sea como doctrina o como moda, los más avispados, es decir, aquellos que están al acecho de cuanto ofrece perspectivas de negocio, traducido en dinero, no dudan en explotar comercialmente cualquier sentimiento personal.
Dentro del panorama político actual, resulta inevitable someterse a la democracia del voto, porque el capitalismo de la globalización así lo impone, ya que su sola invocación permite tapar la evidencia del totalitarismo económico y dar nuevos aires a la política.
Las elecciones no las ha ganado un partido ni las ha perdido otro, simplemente las sigue ganando, como era de esperar, la globalización. Este fenómeno, hoy dominante, que está apadrinado y dirigido por el gran capital, controla tanto la economía y la política como la sociedad. Las razones parecen estar claras.
Ese producto grupal de intereses de poder que se ha llamado progresismo es una exigencia política de los nuevos tiempos, en línea con las tendencias comerciales de actualidad. Viene a ser un nombre, carente de ideología real, para diferenciar a un grupo de aspirantes a perpetuarse en el poder de esos otros que pretenden los mismo, pero abiertamente dicen que no quieren que cambie casi nada, a los que llaman conservadores.
Para el gran público, lo de las elecciones de cuando en cuando tiene cierto sentido de actualidad como espectáculo para ver si cambian las caras de los que mandan, porque su presencia acaba por hacerse demasiado rutinaria en los medios visuales y llega a aburrir a una parte de los videntes, que reclaman novedades por aquello de los avances tecnológicos.
En su día, los capitalistas modernos resucitaron un sucedáneo de la democracia a la que aplicaron el calificativo de representativa, actualizando así el sistema de gobernabilidad en los países agremiados por el interés del dinero, permitiendo que con él terciara simbólicamente la ciudadanía a través del voto. Fue una jugada bien diseñada, porque nadie podía quejarse de que luego los elegidos actuaran a su aire, puesto que representaban la voluntad popular.
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