Convendría que la ciudadanía, más allá de ilusiones electoralistas puntuales, tomara en consideración que, pese a la democracia al uso, manda la partitocracia de turno, pero si se hurga un poco en el asunto político, aparece en escena el que realmente manda. Si la cuestión de mandar, que no la de gobernar, se planteara en términos económicos, la respuesta seria en este punto tan obvia que no merecería ni un solo comentario. Bastaría decir que el dinero. Sin embargo, ya en el plano exclusivo de la gobernanza, la cosa cambia ligeramente, fundamentalmente porque deben guardarse las apariencias. Aun así, el panorama acaba siendo tan evidente que todo termina saliendo a la luz, más pronto que tarde, a poco que se haga una visión realista de la situación, es decir, prescindiendo de creencias para la ocasión, de las que se nutre este ambiente social cargado, nutrido por el negocio mediático.
Con los ojos cerrados, resulta que los que mandan son los beneficiados por la democracia representativa —que no representan a la mayoría electoral, porque depende a las componendas políticas—. Su voz autorizada son los medios afines, que imponen machaconamente las consignas oficiales a la ciudadanía, condenada a la esclavitud por su propia voluntad electoral, mientras ocultan lo que no conviene que salga a la luz. Sin embargo, abriendo los ojos, está claro que en el sistema que funciona al ritmo marcado por la globalización, la anterior conclusión no sería acertada. En un intento de aclarar el asunto, hay que partir del hecho palmario de la pérdida de autonomía local, para entregarla a lo que se factura como global, entendido como el interés general, es decir, el de las grandes multinacionales y sus más altos patronos, que no son los que aparecen a primera vista. Ese llamado interés general no es otro que ordeñar a las masas para que procuren buen alimento al sistema dominante o, traducido al lenguaje habitual, se trata de que las gentes sean buenos consumistas, para gloria del mercado y mayor poder del capital. Todos los demás productos que vende la política son pamplinas para entretener al auditorio, mientras los mercaderes hacen su negocio.
Contando con tal soporte de multitudes, como es el mercado debidamente controlado, la buena disposición de la maquinaria estaría cumplidamente asegurada, pero si además cuenta con una estructura política a su servicio basada en los principios imperialistas, junto a una orquesta de acompañamiento de Estados fuertes y Estados débiles, asistidos por órganos internacionales de control, la política piramidal lo tiene fácil para mandar. Dado que todo viene dictado desde la plataforma superior de la pirámide truncada del poder, basta con entregar la política oficial al papel de asumir su condición de burocracia al servicio del gran capital.
Así las cosas, en lo sustancial del tema y en términos de realismo político, lo de quién manda realmente está claro, siempre que no se camine a ciegas. El que manda en la política, más allá de la parafernalia de acompañamiento electoral, no son ni los gobernantes locales ni mucho menos los gobernados, sencillamente porque todos han de pasar por el aro de las exigencias que impone la economía capitalista, en este punto simplemente hay que señalar al tenedor del dinero. A mayor detalle, hacer política es cumplir con todo aquello que tiene establecido el que dirige el negocio económico en un plano corporativo al más alto nivel, a cobijo de miradas indiscretas. De ahí que la atención converja en el gran capital, oculto tras los oficiantes que alimentan el negocio mediático, porque es el centro del poder, más allá de lo que habitualmente se difunde, o sea, todas esas creencias de mercadillo para entretener democráticamente a los fieles seguidores del ídolo del dinero, también llamados consumistas.
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