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No paramos de recibir noticias estremecedoras, que se van solapando las unas con otras, lo que, a veces, nos impide valorar en su medida la trascendencia de las mismas. Se nos olvida con facilidad el terrible accidente en el que, en un control de carreteras, han fallecido seis personas; la desesperada búsqueda de los náufragos de una patera frente a las costas de Motril, etc. Últimamente reclama nuestra atención la terrible matanza producida en un teatro moscovita.
La historia de la vida humana es como un tapiz tejido con hilos de experiencias, desafíos y momentos de profunda reflexión. En este vasto lienzo, cada uno de nosotros forma parte de algo más grande que nosotros mismos, una tela cósmica tejida con los designios de un plan divino que a menudo escapa a nuestra comprensión.
La juventud es fuerza inquebrantable del presente y tenaz esperanza del porvenir. En la actualidad, nos encontramos con una mayoría de corazones rodeados del insigne regalo de juventud; la cual es una gloriosa etapa en nuestra vida. Estos años fugaces de existencia son considerablemente coloridos en vigor y valor.
La serenidad nos llama a la puerta del corazón. Tenemos que aprender a no malgastar la energía, que nos hace renacer cada día. Este instante, quizá sea el intervalo justo, para desenredar todos los nudos que nos ahogan. El gozo no radica tanto en lo que se ha vivido, sino en lo que se ha meditado como un acto de rescate y de liberación personal. En efecto, más allá de la vida presente, está el entusiasmo por rehacerse y hacer camino, por enternecernos y ser poesía.
Tenemos este cuerpo pero no somos este cuerpo. El “cuerpo objeto” es pobre, y la “corporalidad animada” es lo que somos, con una libertad interior, que se mueve ahora en el espacio, que es cuerpo de luz, esencializado… y eso es lo que los moribundos ven, que las percepciones de espacio-tiempo cambian, que hay algo invisible a nuestros ojos y que ellos ya ven.
La fe nos abre a una confianza de que todo lo que pasa, también lo más terrible, tiene un sentido en una realidad más alta que la que vemos, un contexto más amplio que el que podemos abarcar con nuestra inteligencia, como un niño que no entiende que sus padres no le dejen acercarse a un peligro, o le regañan por algo que puede causarle algún mal.
Se habla mucho del dolor y del sufrimiento, pero por ignorancia se silencia la causa que lo origina. Una sociedad mayoritariamente evolucionista enseña que el ser humano es el resultado de un azaroso acontecimiento que dura millones de años a partir de una célula que no se sabe cómo apareció y que se enseña como verdad científicamente contrastada.
Un consuelo es una esperanza, como la de Sísifo, como también de Penélope, entre otras (os) que, incesantemente lucharon y lucharon hasta lograr sus objetivos. De tal suerte, la esperanza, es lo último que se debe perder, porque sino, nuestra mente podría colapsar, desembocar en una obsesión.
Cuando todo parece moverse en la perspectiva de la muerte, con todo tipo de tropelías y desapariciones forzadas, reivindico otros itinerarios de renovación personal que nos devuelvan a otros espacios menos tóxicos, para propiciar vínculos que nos fraternicen, y así rebajar las tensiones sociales, fortaleciendo un espíritu conjunto.
Confianza en que algo noble y puro, meditado con calma y sin temores, aumente el vigor de unos valores hasta hacerlos como el roqueño muro.
Todos hemos escuchado alguna vez una frase tornada en cliché que versa “la esperanza es lo último que se pierde”. Generalmente, aceptamos cordialmente el mensaje e incluso le damos nuestra aprobación, pero ¿sabemos por qué es lo último que realmente nos queda?
La huella dejada por Benedicto XVI es un tratado de coherencia viviente, un humanismo abierto a los pulsos de la mística, que nos crece internamente, a poco que nos adentremos en sus luminosos vocablos, al tiempo que nos recrea el alma de entusiasmo, cuánto más vivamos sus alentadoras enseñanzas, que nos ayudarán a levantar la mirada en rogativa permanente, en gratitud y gratuidad recibida y donada.
Antes de iniciar a escribir este tema, por mi mente recorrían muchas preguntas, pero tuve que centrarme porque no todo se puede escribir en un trozo de espacio. Lo primero que sopesé fue la belleza que nos dice Dios a través de la ¡Santa Biblia!, que tiene sus propios dones, y que yo resumo en una sola palabra: ¡Esperanza!
La espera tiene su recompensa, la cuestión radica en no desesperarse, para poder dar sentido a la vida. Lo importante siempre es entrar en disposición de encuentro; y, así, llegar a buen puerto a través de los acuerdos entre unos y otros. Por eso, es trascendental no confundirse e ir a lo esencial.
Debo levantar cabeza y mirar hacia adelante, ser un nuevo usuario de la carretera, romper las barreras de piedra, como un tsunami, olvidar el valor de la tierra, mirar de frente, jamás dejar de creer en mí, con lo que soy, entusiasmarme, olvidar las angustias, las noches de insomnio, la desesperación y la caída de aquel caballo, de mi caballo.
No hay semilla más viva que la palabra, es la luna del ejercicio permanente; como tampoco hay anhelo más profundo y necesario en la vida, que el sueño del hombre despierto. Precisamente, hoy más que nunca, necesitamos activar la conciencia con la acción conjunta y la confianza plena en nosotros, si en verdad queremos enderezar el rumbo que hemos tomado como linaje; máxime cuando estamos en plena transformación.
Muchos españoles, nacidos en la década de 1940, han vivido la posguerra con lo que significa ese concepto. Dureza social, desconfianza cívica, supervivencia racionada, manipulación de ideas y sentimientos y educación edulcorados con la ideología política del momento. Algunos, ya pocos, todavía pueden recordar su experiencia personal de lo que es una guerra civil.
Esta primera quincena de septiembre, el exilio paraguayo en Argentina recibirá la visita del candidato en el cual tiene cifradas sus mayores esperanzas. Luis Mello es uno de los tantos hijos del exilio paraguayo que hicieron su vida en Buenos Aires. Nació, según su propio testimonio, en medio del río Paraná huyendo del régimen dictatorial paraguayo, pero jamás olvidó sus raíces.
“La educación es siempre un acto vital de continuidad y subsistencia que mira al futuro con esperanza”. Hacen falta maestros que viertan amor en cada palabra que pronuncien y programas que nos universalicen en la estima de la sensatez, sin obviar el modo de estar y de ser más luz que sombra.
Llevo muchas mañanas en las que durante mi paseo matinal me tropiezo con una señora bastante mayor que recorre la playa armada con un detector de metales. Minuciosamente recorre las zonas de la misma donde estima que se pueden haber caído monedas, anillos, pulseras, medallas u otros objetos metálicos. Cuando el aparato da señales, excava con una palita “ad hoc” y filtra la arena obtenida.
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