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Había algo en la manera en que ella me miraba, un gesto silencioso que hablaba más que cualquier palabra. Esa noche, mientras el viento susurraba entre los árboles, me mostró su pecho desnudo, pero no era el cuerpo lo que se ofrecía ante mí, sino el alma.
La jefa de policía de aquel pequeño pueblo del norte de España, no estaba preparada para lo que estaba sucediendo. Había crecido en aquel sitio, conocía a sus habitantes como si fueran de su familia, su trabajo era la mayor parte del tiempo aburrido, pero a ella le gustaba, desde pequeña sabía lo que quería ser de mayor, al igual que sabía que nunca se iría de aquel sitio, su vida estaba allí.
El amanecer se filtraba por la ventana, y aunque el día avanzaba, todo se sentía lejano. Las calles resonaban con los sonidos de siempre, y la rutina seguía su curso, mientras una sensación de vacío lo inundaba. Las conversaciones y las palabras flotando a su alrededor ya no lograban conectarlo con los demás.
En una ciudad siempre agitada, donde la gente apenas notaba los detalles, un hombre pasaba desapercibido. Sin nombre, sin prisa, caminaba con su cuaderno gastado bajo el brazo, dejando pequeños papeles con versos escritos. Nadie sabía quién era, pero algunos lo llamaban “el poeta del silencio”.
Este texto brota desde la memoria de Eduardo Galeano y Mark Twain. El inmenso Galeano y sus venas aún abiertas de América Latina y Twain, el buscavidas irónico del rio Misisipí que soñó un diario de Adán y Eva. Su fértil memoria mueve la mano que escribe de modo misterioso. Las venas abiertas siguen bien abiertas para la rapiña de las elites criollas y el impero yanqui.
La ciudad es un laberinto, y Guadalupe lo sabe. Cada mañana enfrenta el caos de autos y murmullos que parecen consumir a quienes transitan. Sin embargo, ella escucha algo más profundo: la vida que persiste entre el caos. La corrupción, la inseguridad y los rostros endurecidos están ahí, pero dentro de Lupita, como algunos la llaman, hay una certeza.
Con los ojos cerrados y el corazón latiendo al compás de sus pensamientos, decidió entregarse. No había marcha atrás. Desde lo alto del acantilado, el flujo la llamaba, susurrándole promesas de transformación. El miedo se disolvía, reemplazado por una certeza que no lograba explicarse.
En un pequeño rincón del mundo, Marta había desarrollado una habilidad peculiar: hablaba poco, pero cuando lo hacía, cada palabra parecía gravitar hacia los oídos con una precisión quirúrgica. No era que temiera hablar, sino que había aprendido con los años que las palabras, como los cuchillos, pueden cortar en ambas direcciones.
En mi memoria sólo tengo tres recuerdos de mi papá, no existe nada más. Quedé huérfano a la edad de siete años y medio. Lo otro lo conozco por fuente de mi madre y hermanos (as) y ciertos familiares que me lo comentaban y en otras ocasiones, los (as) escuchaba hablar acerca de mi padre.
¿Quién puede sentir mi dolor? solamente mi madre, que me defendía mejor que cualquier abogado para hacerlo con todos sus secretos de amor. En consecuencia, que hubiera sido si mi madre no actuaba, a lo mejor una catástrofe o quizá a saber qué. Reflexionando y actuando sobre mi viaje haciendo un recorrido por mi mente, he logrado encontrar y comprender que, estoy lleno de emociones, gratitud y asombro.
En el soliloquio que se tenía y lo lóbrego del filo de la media noche, acompañado por alaridos de perros, de seres humanos y el medio canto de los gallos, Elsa soltó un grito de temor. -¿Qué ocurre? -preguntó Renato su acompañante de sentimientos-.
'Te amo como nadie te ha amado, como nadie te amará, como si se tratara del mejor de tus relatos', dijo en la medida que se entregaba en los brazos bronceados de Susana, la mujer de mirada miel dueña de sus sueños.
Si la “Sirena y el Tritón” hubiesen tenido conciencia, habrían no cometido aquel día ese atropello contra lo ajeno. Pero lo hicieron y huyeron. Fueron tan ladinos, que no hubo remedio porque los dioses del tiempo y su destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno, pero ahora si todo está claro.
Somos todos los mismos. Los hombres se peinan, se disfrazan. E incitan al espacio. Nosotras nos aparecemos como contingencia, médano solidario. Los hombres truecan sus fichas sinuosas: apuestan porque viene de lejos que vienen de lejos; con la implacabilidad de los insoterrados, procuran la esperanza y su verde boca: el sueño; si nadie nos desdice, somos los mismos, todos.
La intermitencia en la iluminación no se debe a la falta de suministro eléctrico, es a causa del filamento del amarillento foco que está próximo a expirar. El vaivén en los lúmenes remarcan las imperfecciones de la pared que alguna vez fue blanca.
Zayda Guadalupe sostenía una conversación con su papá Bayardo: En la Danza, Folklor, Música, Pintura o cualquier otra Arte ¿quién tiene la Corona? Por supuesto que nadie, cada artista picha su propio juego, así de sencillo. Su papá estuvo en total acuerdo.
De Rebecca, Una Mujer Inolvidable, el castillo después del incendio. Acción en todo el predio. Nuestros personajes memorizaron —algunos— sus parlamentos. Hay de los que jamás farfullarán. Incluso un gran puñado no habrá de darse a conocer.
Tenía que esperarte una hora, contando las sombras que pasaban a mi lado, analizando los rostros, diversificando semblantes. En la esquina del coyol y la cuajada, de los tricicleros hambrientos y de goma. Mientras una cantilena de clamor y de venta pretendía a cada instante invadir el espacio de los compradores y también de los ladrones que siempre al acecho de la presa buscaban realizar su gestión del día.
La anciana dentro de su soledad. Silencio. Silencio. ¿Qué le sucede a ese joven, dónde estará metido? Mientras tanto, la anciana apuradamente se quitó los anteojos hasta el nivel cuasi de las fosas nasales y observando en los alrededores del aposento; posteriormente se los bajó hasta la barbilla.
En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.
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