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Las mañanas frías de mitad de enero tienen cierto aroma muy parecido al que desprende una taza de buen café caliente, porque provoca traer al presente recuerdos significativos, amistades entrañables y la invariable oportunidad de pensar en el futuro.
Cuatrocientas palabras, cuatrocientas una, cuatrocientas dos… los vocablos brotan a marchas forzadas, la frente suda cuando se exprime a la inspiración y ésta regatea los frutos, quizá porque sea la mañana siguiente al Día de Reyes y han llegado regalos por todas partes.
La cena de fin de año es ocasión para hacer recuento de las bajas cercanas. Jorge, el más añoso de la familia, enumera una a una las personas que partieron al más allá durante el año que concluye. Primero empieza mencionando a los más viejos y concluye con los jóvenes. El listado llama la atención, porque son más los mozos fallecidos que los veteranos. Mientras enumera una a una a las personas muertas, entre los presentes las lágrimas arriban.
Hay veces que el frío cala más, los expertos saben muy bien por qué, pero quienes empíricamente tratan de explicar el fenómeno se lo atribuyen a múltiples causas. Ella, la mujer de abundante cabellera, cree que cada vez que el frío le atormenta la osamenta, es porque algo no tan bueno se avecina.
Son las seis de la mañana, el insomnio llegó un poco tarde, más o menos tres horas después de la hora acostumbrada. El primer dilema del día: levantarme y empezar desde muy temprano la jornada o intentar dormir más tiempo. Ni una cosa ni otra.
La masa frita preparada por la abuela siempre tuvo un sabor insuperable. Los buñuelos se desintegraban con el simple hecho de tocar labios y saliva. Lo curioso es que a pesar de que se deshacían sin mayor resistencia, las frituras producían un crujido irreproducible.
Dicen, juran, que cuando lo sepultaron lo hicieron boca abajo para que no fuera a intentar salir una noche cualquiera. En ese mar de dichos hubo quien afirmó que el cajón en funciones de féretro fue asegurado por todos sus costados con clavos de tres pulgadas.
Se siente feliz, no tendría por qué no estarlo. Toma un cigarrillo con la mano derecha, lo lleva lentamente a sus carnosos labios y sin mayor prisa le prende fuego como quien activa el piloto automático en un viaje trasatlántico. Se siente dueña de sí, no es para menos todo marcha como decimos la gran mayoría aunque no sepamos absolutamente nada de navegación: «viento en popa».
Ya está disponible el más reciente número de la revista literaria Filigramma, publicación del Círculo de Escritores Sabersinfin, y con ello siento otra vez ese tipo de alegría que tiene un no sé qué, porque no es comparable con el júbilo extremo, ni con el regocijo que ocasiona lo cotidiano. Se trata de una sensación que solo es ocasionada cuando una parte artística de nosotros queda plasmada en papel o en la superficie de una pantalla.
Esta semana, en el corazón histórico de la capital poblana, el movimiento internacional científico y cultural Sabersinfin —fundado en el 2006 en Puebla—, recibió el lábaro patrio argentino de manos de la escritora bonaerense Liliana Bianco. En un acto solemne, se entregó a artistas y escritores poblanos la enseña patria Argentina, la cual fue recibida con respeto y honor.
La separación de los padres también da frío, carcome hasta la médula si eres infante. Tratas de explicar lo que no alcanzas a entender, pero los pensamientos a corta edad –capaces de imaginar portentos–, no desentrañan el absurdo mundo de los adultos.
Otra vez frente al teclado y no decido sobre qué escribir. Busco en lo que hice durante la semana para ver si hay algún tema que pueda tratar en estas líneas, pero termino por no elegir alguno, porque me parece que debo abordar con profundidad y novedad cualquiera de los asuntos que tengo entre mis pendientes.
Otra vez estoy en el puesto de periódicos del que me he vuelto cliente asiduo. Mi trato con el dueño de ese expendio ha llegado a tal nivel de confianza que tengo abierta una línea de crédito, la cual saldo sin ningún problema cada quincena. Son días previos a lo que poco después se conocería como el Efecto Tequila, la crisis económica que sumió a México en una debacle financiera por el llamado “error de diciembre”.
En el fondo oscuro un punto blanco se hace más grande. Tránsito vertiginoso, todo es luz. La luz inmensa se reduce.
Quince minutos antes de la una de la madrugada y ni una sola línea escrita en la pantalla. Las notas minimalistas de Max Richter se escuchan al fondo. Los minutos avanzan, el segundero del viejo reloj de pared no tiene piedad conmigo. Intentos y más intentos, pero la pantalla sigue en blanco.
Recientemente está al alcance de los lectores el libro "Inspiración temprana", de la autoría de mi entrañable amigo y hermano Salvador Calva Morales. Con el fin de incentivar la lectura de la obra y acercarla al público, a continuación, reproduzco el prólogo de mi autoría.
Casi todos recordamos muy bien nuestra primera vez en algo, pero hay experiencias y circunstancias en las cuales eso no es tal cual. Por ejemplo, yo no recuerdo la primera ocasión que manejé una bicicleta, aunque sí recuerdo muy bien una de color rojo marca Vagabundo, en la cual me sentía como competidor de carreras Fórmula 1.
—“No hay dinero suficiente para tantas necesidades”, pienso mientras retiro los últimos cien pesos de mi pago quincenal. Salgo presuroso del cajero electrónico no sea que alguien vaya a pedirme que devuelva parte de lo que quedó de mi raquítico sueldo.
Ella sabe que difícilmente llegará a tiempo. Son casi seis menos veinte y, si el tráfico vehicular no presenta ningún inconveniente, arribará a su destino veinticinco minutos después de la hora acordada. Sabe que por más desesperación que le invada, ésta no cambiará la velocidad del microbús que a duras penas le brindó pocos centímetros de uno de los estribos traseros.
Difícilmente sabemos hasta qué punto y en qué dimensiones ciertas personas nos influyen. A veces, la incidencia que tienen otros en nosotros no es cuestión de tiempo ni del número de repeticiones, sino de la confluencia de las condiciones y las circunstancias.
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