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El ángel caído

Pedro Sánchez Pérez-Castejón y el origen del mal
Francisco J. Caparrós
martes, 19 de febrero de 2019, 15:49 h (CET)

Para la derecha más recalcitrante, Sánchez no es más que un advenedizo usurpador de tronos, un príncipe del averno que con habilidades propias de trilero se hizo con las riendas de este país un aciago día de infausto recuerdo, sumiéndonos en las tinieblas. En lo que a mí respecta, si bien no me parece el suyo un bagaje atesorado tal, como para explayarse en tirar cohetes, tampoco de majar continuamente al presidente español con que su gestión ha hipotecado la unidad de España. Sus adversarios políticos no se han cansado de reprochárselo día sí y día también, pero a mí se me antoja que el líder socialdemócrata no podía haber hecho mucho más; bastante ha conseguido con los exiguos mimbres de los que disponía. Si no fuese de una temeridad extrema sólo pensarlo, ya quisiera yo ver cómo se las arreglaba en esa misma tesitura y sin llegar a la conflagración, eso por descontado, el triunvirato que hoy gobierna en la comunidad autónoma de Andalucía.

Sánchez alcanzó el cargo que ahora ostenta, como quien dice, con un gol en propia meta. Saltó al terreno de juego en la segunda parte de la prórroga, pero no sólo por eso -que también- resultó ser el más resuelto de sus compañeros. Cualquier otro -a las hemerotecas me remito-, al verse relegado al banquillo de los suplentes, se habría negado a dejarse la piel en el campo durante los restantes cinco minutos escasos de partido. Gracias a eso el PSOE pudo dejar de lado, al menos una buena temporada, la vitola de perdedor que arrastraba desde la marcha de Zapatero, para acabar cogiendo el toro de la gobernanza por los cuernos.

Pero el tiempo del presidente parece acabarse, sólo un milagro podría devolverle aquella gracia de la que su vitola se ha visto conferida durante estos últimos ocho meses, ciertamente desconcertante para la mayor parte de la bancada conservadora en el hemiciclo parlamentario, que sigue sin dar crédito. Pero ya no le queda nadie a quien apelar, aunque tampoco sabría muy bien qué exponer en su propia defensa que no haya mostrado anteriormente con hechos, que le han valido el reconocimiento de la ciudadanía tal y como recogen las encuestas a pie de calle.

En cualquier caso tampoco está todo dicho, pues en poco más de dos meses los españoles tienen una cita con las urnas para decidir qué clase de país desean, si uno en el que su sentido de justicia social prevalezca sobre anacronismos como la gracia, la misericordia o la caridad, o bien todo lo contrario.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

Como la lluvia fina que parece que no, pero cala hasta los huesos: el mensaje es claro, quieren que acabemos pensando que “lo que nos viene encima es irremediable”, que los recortes que van a dar en el Estado del bienestar de aquellos que todavía tienen la suerte de tener una nómina, son absolutamente necesarios.

 
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